viernes, 5 de octubre de 2018

La Bala

El  pasado 28 de Agosto, en el programa Nunca Se Sabe, conducido por Angie Pagnotta y Tommy Tow, propusieron la consigna "¿Cómo juega el azar en tu vida?", el mejor relato ganaba un libro sorpresa.
Y saben qué... Gané.
Les dejo el relato con que participé... y que curiosamente escribí íntegramente en el celular.



La bala


Ahora que lo pienso, nunca fui tan niño como esos meses: persiguiendo  chanchos a piedrazos y trepando árboles para comer fruta, que luego me provocaba tremendas diarreas.

Año 1989. Cuando se enteraron de que el cuarto hijo venía en camino mis viejos decidieron por fin ampliar la casa. Pero la megadevaluación de ese año paralizó la obra apenas empezada. O sea, quedamos sin casa (hecha escombros) y sin poder alquilar. Los familiares más cercanos no tenían espacio para albergar a una familia de cinco integrantes y medio...
Así fue como terminamos en una casa/chacra media abandonada en las periferias de la ciudad, propiedad de un tío lejano de mi mamá. Nuestros vecinos más próximos eran policías y reclusos de la penitenciaría. Cuando había una fuga, éramos la primera propiedad que revisaban. Algunos policías se habían aprendido nuestros nombres, y en las inspecciones a veces traían algunas de las golosinas que fabricaban los presos para mí y mis hermanos.
La casa era amplia. Me gustaba eso. Pero mis viejos renegaban que era fría, y que para calefaccionarla el hogar a leña no alcanzaba.
Además la casa tenía un montón de tesoros, en los muchos cajones olvidados encontraba todo tipo de herramientas o pedacitos de algo que servían para construir el imperio de mis juguetes. Así fue cómo encontré la bala. Sabía lo que era porque había visto varias en televisión, y supe que era real y mortal cuando noté su pesado frío en los dedos. La bala se transformó en mi juguete más preciado, tanto que cuidé celosamente que ni mis viejos ni mis hermanos supieran de su existencia.

Un domingo, aprovechando el hogar a leña, mi papá preparó un asado dentro de la casa. Se había empeñado en que lo ayudara. Disfrutaba tirando palitos a las brasas y viendo cómo se consumían. En algún momento quise ver qué pasaba si tiraba algún juguete. Supongo que arrojé una rueda de algún autito roto. Me encantó ver cómo se derretía. Tiré varios más hasta que me retaron y me mandaron a poner la mesa. Pero ver el naranja del fuego es algo que incluso hoy me encanta, y cuando no me observaban arrojé la bala a las brasas. Quedé un rato expectante, y como no pasaba nada me fui a jugar con mis hermanos.
Mi viejo servía la primera ronda de costillas cuando se escuchó un estruendo que nos ensordeció a todos. Algo había explotado en el hogar a leña. No sabían qué. Inspeccionaron las cenizas y no encontraron nada. Pero al girar vieron en la pared un orificio de bala a la altura de la cabeza de mi hermana.
No dije nada. Mis viejos no encontraban explicación alguna.
Cuando limpiaron la parrilla distinguí al casquillo oculto entre plástico fundido.
Recién unos días más tarde cuando los policías de la penitenciaría, nuestros buenos vecinos, realizaron una inspección de oficio me quebré y confesé mi culpa. Ese día no llevaron golosinas.

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