martes, 12 de junio de 2018

3980 (Completo)

Para la antología digital y federal Literatura Barata y Discos de Goma, donde se debía escribir sobre una canción o disco de rock nacional que haya marcado la vida de un personaje, escribí sobre el álbum 3980 de Vilma Palma e Vampiros. 
Éste fue un cassette que me regaló mi abuelo para mi cumpleaños 14, y los meses que me duró me partió la cabeza. Fue la transición de la porquería que sonaban la radio al rock nacional. Hasta el día de hoy lo escucho y me gustan todas sus canciones.
En un recreo lo sustrajeron de mi mochila y nunca supe quién fue. Afortunadamente un amigo con un doble casetera me lo repuso días después.
Para el libro, por cuestión de extensión, tuve que dejar afuera algunas canciones.



3980


Inspirado en el álbum 3980 de Vilma Palma e Vampiros 



No somos nada
me cansé de ser bueno
soy muy mal actor


Tenía 14 años y, como todos los pibes de mi edad, buscaba definirme según el espejo de un artista, buscar en la música palabras que dibujaran mi personalidad. Los pibes que conocía se vestían y hablaban como los cantantes de moda, ellos eran su modelo de éxito en la vida. Las chicas se morían por cantantes como Axl Rose, Bon Jovi o Diego Torres.

Algunos se habían oxigenado el cabello para parecerse a Kurt Cobain. Aunque tenía el caset de Nevermind y me gustaba, tenía dos reparos para intentar parecerme al de Nirvana. Mi tez era muy oscura y el amarillo patito en la cabeza no me hubiera quedado. La otra era que el gringo loco del cantante estaba siempre triste, y a esa edad ya había descubierto que siempre era mejor reír que llorar.
Después estaban los chabones a los que despectivamente llamábamos chetos, que escuchaban marcha, ritmo monótono que se parecía mucho a la percusión que traían los pianitos chinos. Usaban el pelo rapado a los costados con importantes jopos y siempre empilchados a la moda. Además de no gustarme su música sin palabras, el bolsillo de mis viejos apenas daba para que yo tuviera unas pocas prendas baratas al año.
El reggae de esa época era Los Pericos y Diego Torres con su disco Tratar de estar mejor. Quienes escuchaban a cada uno eran adolescentes muy distintos. Los de Los Pericos eran chicos de pocas palabras, que se comportaban como babosas y que como sello característico usaban siempre un potente perfume dulzón. Los de Diego Torres, en cambio, usaban unos anchos pantalones bahianos y se colgaban cuantos collares y aritos vendieran en los paseos de artesanos. Eran sonidos simpáticos y alegres, pero sus letras estaban muy lejos de hablar de mí.
El punk de esos años llegaba con el redescubrimiento de los Ramones. Por alguna razón que no entendía, quienes lo escuchaban siempre estaban enojados con el mundo y lucían una dudosa higiene.
El metal que se escuchaba era el de Rata Blanca y el de Iron Maiden, artistas que tocaban tan rápido que todo sonaba igual. Los pocos metaleros que conocía eran tipos soberbios que vestían de negro y que trataban al resto de la humanidad como débiles mentales por no entender su música.
A diferencia de los pocos amigos que tenía, no podía pretender demasiada aceptación ni éxito social. Me sabía feo. A mi edad medía un metro noventa y cuatro y pesaba más de 130 kilos. Y eso no iba a cambiar escuchara a quien escuchara.

Ese año vino a tocar a San Luis Vilma Palma. No los conocía. Sabía que era la banda de moda, y lo sabía porque se lo había escuchado a alguien en un recreo, pero las radios no pasaban sus canciones. Fui a la Feria Industrial porque mi mamá había conseguido una changa en un stand. Sabía que a la noche había espectáculos musicales.
Cuando a la distancia escuché al Pájaro Gómez entonar la primera canción supe que tenía algo para decirme. Atravesé el complejo y me adentré en el anfiteatro. La canción terminaba y la gente aplaudiendo de pie obstruía la vista al escenario. Apenas comenzó a sonar Auto Rojo el público empezó a saltar, uno me chocó y rodé unos pocos escalones. Cuando por fin pude ver el escenario quedé embobado. La misma música me estaba enviando un mensaje. El sonido simple de la banda nada tenía que ver con su esencia. El Pájaro Gómez tenía campera negra de cuero, jeans rotos y el pelo largo suelto, y con cada movimiento hacía bailar a su antojo a miles de personas. No había nada más heavy que eso. Y sobre todo: a pesar de su aspecto de tipo duro, se divertía. Las chicas se morían al verlo cantar.
A la semana siguiente me compré el caset de 3980 e hice todo lo posible para parecerme al cantante.



Una, dos y tres
No hay nada más que tus ojos puedan quebrar con pasión
yo siento bien toda la fuerza que me incita a golpear


Al Pitufo Russo lo conocía desde siempre. Era de la División B. Normalmente andaba solitario en los recreos. Era, igual que yo, un indeseable, uno de esos pibes retraídos proclive a los chistes fáciles de los abusones del colegio.

Estaba Servini, un rubio grandote de quinto año, que disfrutaba de tirarle puñetazos sorpresa a los más introvertidos de cada curso. Cuando las víctimas, sorprendidas y con los ojos húmedos de injusticia, intentaban reprocharle algo, el abusador se les adelantaba gritando: ¡Miren! El mariconcito tiene ganas de llorar. ¡Dale, putito! Andá a acusarme. Ninguno de los pibes se había animado a delatarlo, y el preceptor, aunque desde su escritorio veía lo que pasaba, no tenía intenciones de intervenir mientras ningún padre se quejara. Hasta el momento mi tamaño me mantenía a salvo suyo.
Esa mañana el Pitufo estaba sentado en un cantero del patio escuchando su walkman. Me llamaba la atención lo abstraído que estaba y cómo brillaba lo plateado del esqueleto de sus auriculares. Sentí curiosidad por él, tuve ganas de hablarle por primera vez y preguntarle qué escuchaba cuando apareció Servini escoltado por sus esbirros. De un salto subió al cantero y le tiró un puntapié a los riñones. La secuencia fue tan rápida que no me dejó tiempo de advertirle para que se corriera o cubriera. El Pitufo primero se abrazó al árbol y luego cayó al suelo retorciéndose de dolor. Con un hilo de voz maldecía su suerte y trataba de que no se le escapara una lágrima que lo humillara aún más. El rubio se giró hacia los dos boludos que lo vivaban y comenzó su habitual monólogo. ¡Miren! ¿El putito tiene ganas de llorar? ¿Me quiere acusar con sus papis? ¡Pero qué maricón que salió este petiso! Una… Y quedó boqueando por aire. El golpe que le tiré al estomago fue tan veloz que no me vio venir. Dos… Lo agarré de los pelos y le froté la cara contra la corteza del árbol. Los amigotes del abusador miraban ajenos a la escena. De repente todo el colegio se agolpó a nuestro alrededor para ver cobrar a Servini. El rubio se tomaba la cara y me juraba futuras palizas. El patio entero le cantaba a coro ¡Que llore! ¡Que llore! Tres… Callé sus puteadas con un sonoro cachetazo en su sien. Ven, tómame… Masticando el desplome de su imagen atemorizante quiso huir atravesando el muro de espectadores. Al pasar varios le tiraron golpes y patadas.
Ayudé al Pitufo a levantarse. Indiqué el walkman preguntándole qué tenía. El caset de Vilma Palma dijo y supe que seríamos mejores amigos.



Auto Rojo
Te llevé por la ruta que va a al sur,
"nene ¿no vas rápido?" dijiste mirándome extrañada.


El padre del Pitufo era Chapista.

Una siesta me llamó por teléfono y pidió que lo esperara en la esquina de casa. Pocos minutos después apareció en un Fiat Duna de un rojo furioso. Al subir pregunté si era el auto familiar.
—No, no le conozco el nombre a todos los clientes de mi viejo.
Don Russo tomaba unas pastillas para el corazón que lo hacían dormir profundamente, y siempre que lo devolviera antes de las cinco de la tarde —horario en el que su padre empezaba a despertar en cuotas— podía sacar los coches ajenos del taller.
El Pitufo usaba un calzado varios números más grandes para poder llegar con lo justo hasta los pedales.
Apenas arrancamos buscó en el estéreo una canción del lado B de un caset que sacó de su bolsillo: empezaba a sonar Auto Rojo.
Durante casi una hora estuvimos paseando sin rumbo, dando vueltas por el centro.
Cuando pasábamos frente a la Normal de Mujeres vimos a dos chicas de nuestra edad esperando el colectivo. No eran lindas, pero tampoco podíamos considerarlas fuleras. Una tenía un moño en la cabeza y la otra usaba el pelo corto al mejor estilo Araceli González.
—Baja el vidrio y deciles algo —sugirió el Pitufo.
—Y qué les digo.
—No sé, asustalas.
Bajé la ventanilla mientras mi amigo acercaba el auto a la parada. Poniendo mi mejor cara de sátiro les dije en un tono seco:
—Chicas ¡suban! —Se miraron desconcertadas y la que tenía el moño preguntó a dónde las llevaríamos—. ¡Qué te importa! ¿No me escuchaste? ¡Suban! —Les grité en tono imperativo.
Volvieron a mirarse entre ellas como consultándose una a la otra qué debían hacer, en qué dirección salir corriendo. De reojo observé a mi amigo haciendo una mala mueca de pervertido y me costó apagar una carcajada que quería dispararse. Pero para nuestra sorpresa la de pelo corto abrió la puerta trasera y se acomodó. La del moño la siguió. Ahora yo, desconcertado miraba al Pitufo preguntándole qué hacíamos, qué les decíamos, a dónde las llevábamos, y él ya con el auto arrancado se hacía el concentrado en el poco tránsito de esa hora para no tener que timonear la situación. Las chicas nada decían y nosotros tampoco, apenas se escuchaba el suave ronroneo del motor y la música de Vilma Palma.
Durante más de cuarenta minutos estuvimos paseando a ritmo tranquilo por la zona céntrica de la ciudad. A las cuatro y media el Pitufo por fin se animó a pronunciar sus primeras palabras y dijo que tenía que devolver el auto, que si no lo mataban. Preguntó a las chicas dónde las dejábamos, y la del moño dijo que en la parada donde las habíamos recogido estaba bien. Cuando se bajaban la que era parecida a Araceli González comentó que a ellas también les gustaba Vilma Palma, pero la otra la corrigió, dijo que a ella su música le daba igual, que lo que a ella le gustaba era el cantante. Las despedimos y arrancamos con urgencia. No les habíamos pedido sus nombres. ¡Una pena! Nunca más las volveríamos a ver.



Me vuelvo loco por vos
es por que oigo voces en mi placard
que solo critican por joder


—¿No has pensado, Gordo —me dijo echado en su cama. Frente a él, sentado en la cama de visitas yo rebobinaba un caset con una lapicera—, que cada uno de nosotros lleva adelante una búsqueda en particular que nos trasciende y que nos define?

—¿De dónde sacaste eso?
—Lo escuché en la trasnoche de la radio. La verdad no se entiende un carajo, pero suena interesante. Imaginate, podés usarlo para chamullarte a una minita. Hola Bombón, mi búsqueda trascendental sos vos.
Golpearon la puerta del cuarto. Sin esperar contestación don Russo asomó la cabeza.
—¿Qué hacen?
—Nada, Papá. ¿Qué otra cosa podemos hacer?
—¿No serán medio mariconcitos ustedes? Siempre encerraditos escuchando música. ¡Nunca una mina!
—¿Sabés qué, viejo? Nos encantaría tener chicas escondidas en el ropero o debajo de la cama. Pero en este mundo frívolo en el que nos ha tocado nacer, no queremos que las mujeres nos consideren sólo una cara bonita, porque me has heredado muy buenos genes, ni que nos quieran por la billetera, porque además también me heredaste una buena posición. Entonces sí, nos la pasamos encerraditos, como decís, escuchando música de maricones mientras esperamos que nuestra princesa azul entre por esa puerta que vos estás obstruyendo ahora. Mientras tanto pensamos en cuál es nuestra búsqueda que ha de definirnos y nos trascenderá.
Don Russo masticó la ensalada de reproches, frustraciones y teorías filosóficas de trasnoche que le tiró su hijo como munición pesada.
—Está bien —dijo con cara de no entender—. Sigan haciendo nada —y huyó humillado.
—Vilma Palma no es música de maricones —comenté con tono de fastidio.



Otra canción de amor
No sé por qué nos prometimos no herirnos más
No sé por qué nunca vimos más allá


—Mirá esa mina —me dijo detrás sus lentes oscuros el Pitufo.

A diez metros nuestro en el otro lateral de la pileta, una chica apenas mayor que nosotros se secaba al sol. No era un minón pero sin dudas era de lo mejor que se podía encontrar en la económica pileta del club.
—¿Qué tiene esa mina?
—Nada. Nos miraba con ganas.
—Nah. Estás delirando. ¿Justo a nosotros, que somos los hermanos idénticos de Tom Cruise, nos va a estar mirando?
—¿Qué tiene? Si no me creés, prestale atención y vas a ver lo que te digo.
Era increíble, pero efectivamente la chica miraba con insistencia hacia donde nosotros estábamos como si quisiera que la notáramos y nos sonreía.
—¿Cuál de los dos creés que es el que le gusta? —Pregunté.
—Yo, obvio —respondió con tono soberbio—. Soy petiso, pero al menos no soy gordo.
—No te olvides que el hombre sigue siendo un animal —dije tratando de reparar mi orgullo herido y repetía esa frase que mamá me decía para consolarme por mi obesidad—. En muchas especies las hembras eligen al macho por su tamaño.
La chica se acomodó, se sentó en el borde y sumergió los pies. Volvió a mirar con una sonrisa y levantó un brazo como saludándonos. Chocamos entre nosotros intentando ganar un lugar que nos hiciera más visible para ella. Pero con dos pitidos que llegaban de detrás nuestro el musculoso y bronceado bañero la saludaba con su silbato.
—Uno más a mi lista de amores que no fueron —dije para mí masticando mi fracaso.
—Otra canción de amor, gordo, otra canción de amor… —comentó a manera de consuelo y se lanzó de cabeza a la pileta.



Mojada
Una lluvia de mil rostros nos empapó
y vos te quedaste mal
mojada hasta los pies por llorar


Una larga cola de chicos y chicas esperaba entrar al hotel Dos Venados. Era el cumpleaños de no sé quién, y la tarjeta de invitación resultó muy fácil de falsificar. Me animaba a pensar que toda la cola era de entradas falsas. Mientras esperábamos escuché varias veces que Catalina Natacelli estaría dentro. Me habían hablado de ella, de la hija del doctor Natacelli, de que era por afano la chica más linda de San Luis, de que algunas agencias de modelos de Buenos Aires ya la habían tentado para irse, que una chica como ella podía saltar en poco tiempo a las pasarelas europeas, pero que su padre no la autorizaba hasta terminar el colegio. Muchos de los no-invitados eran descubiertos en la entrada y echados. Muchos otros, que sabíamos de lo trucho de las invitaciones, tenían suerte y pasaban. Tras una hora de espera, cuando entregamos nuestras entradas a los de seguridad se empezaron a reír. ¿Y si en lugar de colarse a fiestas se ponen a estudiar? ¡Burros! Miré la mía y los entendí, el Pitufo había escrito INBITASIÓN. Puteé a mi amigo por ser tan bestia, cómo podía escribir tan mal. Me dijo que no me preocupara, que conocía otra manera de entrar al hotel pero que íbamos a tener que arremangarnos, que lo acompañara por el patio. Apenas hubo cruzado una verja un patovica lo agarró del cuello y empezó a sacudirlo. Salté para auxiliarlo, para quitárselo de las manos y evitar que lo lastimaran cuando unos brazos delicados me tomaron. Se trataba de la mujer más hermosa que jamás hubiera visto. No adivinaba cuántos años podía tener, es que mujeres tan hermosas podían tener 15 años como nosotros o bien podían ser la esposa de un empresario exitoso y aparecer acompañándolo en la tapa de una revista de moda.

—Señor —me dijo. Tenía las palabras en una cadencia pastosa. Se notaba que estaba borracha—. Me llamo Catalina Natacelli. Me siento mal. ¿Me puede llevar a mi casa?
Era evidente que por mi tamaño me había confundido con el personal de seguridad.
Al Pitufo ya lo soltaban, y con un ruidoso cachetazo le ordenaron desaparecer.
Le dije a la chica que sí, que podía acompañarla hasta su casa, que no tenía auto, pero que mejor si íbamos caminando, que así se le pasaría la curda, que no podía llegar en ese estado a su casa. Mi amigo, todavía frotándose la cara se acercó hasta nosotros y preguntó hasta dónde la teníamos que acompañar. Le tiré otro cachetazo.
—¿Qué? ¿No escuchaste, pendejo? ¡Desaparecé!
Salimos del hotel. Tomamos por Sucre y empezamos a caminar con rumbo Norte. Muchos de los que todavía hacían cola, los que me conocían y los que no, me señalaban y me envidiaban. Mirá con la mina que se va el gordo, decían.
Caminamos dos cuadras. En ese trayecto relampagueó un par de veces. Preguntó si podíamos llegar a su casa antes de que se largara, y le respondí que si se apuraba era muy probable que sí. Continuamos. A los pocos metros pidió que la ayudara a llegar hasta un cantero y amagó a vomitar. Se le sacudía la panza y le caía un hilo de baba. Era una mujer tan hermosa que ni la desagradable situación le hacía perder encanto. Esperé a que se recompusiera un poco sobándole la espalda. Empezaban a caer las primeras gotas cuando pidió retomar el camino. Nada contaba de ella y nada preguntaba de mí. Mejor así, pensé. Si le explicaba la confusión, por más buenas que hubieran sido mis intenciones no me hubiera dejado acompañarla. ¡Maldita naturaleza! Si el borracho que hubiese necesitado ayuda, hubiera sido yo, gordo y feo, solamente me hubiera acompañado un muy buen amigo, pero ella era tan hermosa, que cualquier pibe la hubiera auxiliado. Pocos metros antes de llegar a avenida España la lluvia empezó a caer copiosa y helada. Catalina tiritaba cada vez más y de golpe todo lo que había tomado le salió exorcizado por la boca. Apenas tuvo tiempo de acomodar el cuerpo para que el vómito no la salpicara. Cuando terminó de sacar todo de su estómago se desvaneció. Alcancé a agarrarla para que no cayera sobre su charco. Le hablaba pero no reaccionaba. Apenas se notaba su respiración. La alcé y busqué refugio en el toldo de un comercio. Me acomodé en la ventana y la puse cerca mío. La abracé para darle un poco de calor y evitar que se cayera. ¿Qué hacía? Estaba con la mina más deseada de San Luis sólo para mí, pero la tenía dada vuelta de la curda y no tenía a quien pedirle que me ayudara a ayudarla. La miraba y no podía creer mi suerte, ni la buena ni la mala. Su camisa empapada se le pegaba al cuerpo. Se le notaban los pezones helados y rígidos y eso me la puso dura. Y para colmo Catalina se acomodó y dejó su cara pegada a la mía, su boca apenas a un dedo de mi boca como buscando mi aliento para que la entibiara. En ese momento pensaba más en mi poronga dura que en su aliento rancio. No terminaba de decidirme a besarla cuando la luz de un auto que estacionaba en frente nuestro nos atravesó.
—¡Soltá a mi hija! ¡Gordo hijo de puta! —Me gritó el tipo que se bajaba.
No supe qué hacer. Todavía era inocente de cualquier cosa que se me pudiera acusar pero el enojo de su padre me daba tanto miedo que no me salían las palabras.
—Papá, el señor me estaba llevando a casa cuando se largó a llover —le balbuceó tratando de incorporarse.
El doctor Natacelli la ayudó a levantarse y cubriéndola con su campera la entró al auto.
—Perdón, gordo —me dijo después mientras me extendía un billete de 20 pesos—. Sos tan grandote que desde el auto no me di cuenta que tenés la misma edad que Catalina. Haceme caso. No pierdas el tiempo, las chicas como mi hija no son para tipos como vos.

Llovió cuatro noches seguidas.



Te quiero tanto
Aunque el cielo se ponga
rojo de tanto misil
quiero contar hasta diez
quiero cantar para mi


Un sábado alquilamos las tres películas de La Guerra de la Galaxias y nos propusimos verlas esa misma noche. Miramos las primeras dos de corrido y a eso de las cuatro de la mañana se nos ocurrió ir a comprar una Coca y cigarrillos sueltos. Desde casa hasta el quiosco de Plaza Pringles —el único que atendía 24 horas en aquella época— demoramos unos veinte minutos.

Fumamos los cigarrillos ahí mismo. El humo me provocó una tos seca y me mareó un poco. Ya con la gaseosa bajo el brazo emprendimos el regreso atravesando la plaza. Íbamos tarareando a coro no sé qué canción. Cuando pasábamos por la estatua un grupo de pibes apenas más grandes que nosotros nos chistó desde un banco para que nos callaramos. Los ignoramos y seguimos nuestro repertorio. Apenas una estrofa después nos habían rodeado como pirañas. A los que cantan música de chetos los hacemos cagar, Denos plata o los matamos, ¡Qué rico! Nos trajeron una Coca de regalo y cosas parecidas nos decían mientras nos tiraban empujones para intimidarnos. Estaba muerto de miedo.
—Cuatro contra dos. ¡Ustedes sí que son machazos! —les tiró el Pitufo.
—Y vos tenés unos huevos gigantes para ser tan jetón —le contestó uno y le cruzó la cara de un cachetazo.
Instintivamente le tiré un empujón al agresor pensando que al verme entrar en acción se asustarían por mi tamaño y abortarían. Pero el flaco me esquivó y a contrabrazo me tiró un revés que en mi nariz sonó como látigo y me hizo brotar sangre. Tan caliente como asustado les arrojé la botella como proyectil que apenas alcanzó a rozar a uno y me puse a tirar piñas y patadas al montón. Los pibes esquivaban todas y me devolvían tres por cada una que erraba. En sólo unos segundos estábamos tirados en el piso manchado de bosta de palomas, ovillándonos, intentando evitar que los golpes nos costarán más de lo que ya estaban costando. Apenas sentía el dolor de algún puntapié aislado. Notaba como cada golpe me sacudía y para mis adentros rogaba perder pronto la conciencia. Y de repente el silbato salvador de unos policías que pasaban por ahí espantó a los patoteros al tercer chiflido.
Lloraba de impotencia mientras los canas me ayudaban a incorporar. A mi lado, con la cara ensangrentada, el Pitufo reía nervioso y provocador mientras cantaba Te quiero tanto, u-oh, te quiero tanto...



Travestis
si quieren placer vayansé de aquí
acá todos son travestis


Miércoles a mediados de Enero. Medianoche. Sensación térmica: 34 grados. Con el Pitufo esperábamos que la pastillita le hiciera efecto a su padre o bien para que moviendo las perillas de su televisor pudiéramos enganchar Venus en blanco y negro y un poco llovido, o bien para sacar uno de los autos del taller. Cuando por fin don Russo inundó la casa con sus ronquidos optamos por el Fiat 128 preparado para picar.

Dimos varias vueltas por el centro. Casi toda la ciudad dormía, se reponía del calor que la había castigado durante el día. Sólo se veía algo de movimiento en los exclusivos bares de la avenida Illia, bares a los que iban pibes un poco más grandes que nosotros, hijos de la aristocracia política de la ciudad. Desde la ventanilla del auto enumerábamos con el dedo bar radical, bar peronista y en el medio las mejores minas de San Luis. Nos avergonzaba pasar entre tantos últimos modelos con uno que ni siquiera era nuestro.
No resignados a irnos a dormir apenas salir, el Pitufo encaró para el fondo de avenida España. Estacionó frente a un trío de travestis que esperaban sus primeros clientes de la noche y probablemente de la semana.
—¿Te les animás? —Preguntó.
No respondí. Además de no animarme, tampoco pensé que hablara en serio. Pero al ver que una travesti rubia se acercaba hasta la ventanilla y que mi amigo bajaba el vidrio me empecé a asustar.
—¡Tan chiquitos y tan cochinos! —Dijo la rubia y sin esperar metió la cabeza y nos tiró el humo del cigarrillo—. ¿En qué podemos complacerlos, bombones?
Era muy fea. Las marcas de la cara denunciaban unos cuarenta y largos y además tenía sombra de barba. El Pitufo amagó a decir algo y se arrepintió a medio camino. Ella le puso cara de fastidio.
—Mi amigo —dijo al fin y me señaló— dice que la tiene más larga que ustedes.
No era gracioso. Le tenía miedo a las travestis y él las provocaba para que se la agarraran conmigo.
La rubia tiró una carcajada fingida y les gritó a las otras ¡Tenemos un pajerito más! que inmediatamente se acercaron y rodearon el auto. La que estaba más cerca del Pitufo se empeñaba en mostrar una navaja que había sacado de la cartera.
—¿Sabés qué, pendejo pelotudo? Se necesita mucho huevo para ser travesti, más huevo que para ser un mocoso malcriado que le roba el auto a papá y sale a molestar a unos pobres putos que tratan de ganarse el pan.
—Pero mi amigo… —chistó con la voz aflautada.
—¡No lo metas al gordo maricón éste! ¡Vos me molestaste! ¡A ver! Mostramela, ya que te creés tan capo. A ver si es más larga que la mía. —y apenas levantándose la minifalda asomó una pija enorme.
En ese instante la de la navaja abrió una de las puertas traseras y saltó dentro. Las otras hicieron lo mismo.
—Ahora, pendejos de mierda, ya que no nos van a dar trabajo, nos van a llevar a pasear —dijo la del arma.
Ya me imaginaba apareciendo muerto en algún descampado y con el culo roto. El miedo que tenía me impedía moverme o decir cualquier cosa.
—Vayamos a dar una vueltita al centro —propuso la que hasta entonces no había hablado y con cara de tímida.
—Una vueltita por la Illia —agregó la rubia.
El Pitufo arrancó. Estaba mudo. Tenía su mirada clavada en el nulo tráfico de la noche.
—A este gordito —dijo la de la navaja y me señaló— le pondría una manzana en la boca y le daría por el culo hasta que le salga sidra.
Empecé a lagrimear y a sorberme los mocos.
—¡No seas mala! —le dijo la travesti vieja—. ¿No ves que está llorando? —Y dirigiéndose a mí—. Quedate tranquilo gordito, vas a llegar a tu casa con el culo sanito. Sólo queremos enseñarles a ser caballeros con las damas.
Apenas entramos en la zona de bares la tímida pidió si podíamos circular más lento, que querían ver si reconocían a alguien. En la primera cuadra distinguieron al auto de un juez, de un concejal al que llamaban El Patrón y la de la navaja señaló al hijo de un cirujano al cual se refirió como su hijastro.
A los pocos metros, las mesas de la vereda empezaron a notar la clase de chicas que circulaban con nosotros. Primero indicaban el auto para quienes no se hubieran percatado, luego una humillante carcajada burlesca y al fin el grito de ¡Putooooos!.
—¿Putos? ¡Putos nosotras! ¡Los chiquitos no! —Dijo la rubia.
Parecía una compensación, pero no lo era. La cara de las otras dos dejaba adivinar que eso era un mensaje en clave. Pidieron que las lleváramos hasta uno de los chaperíos de detrás de la Estación de Trenes. Pensé que nuestra aventura se terminaba ahí, que las dejábamos en ese suburbio y listo, o que nos robaban el auto y ya estaba, volvíamos sanos a casa. Pero estaba equivocado.
La tímida entró a su vivienda y al cabo de un rato volvió con tres baldes llenos. Me dejó uno en los pies y pasó los otros para atrás. Vi qué tenía el mío. Estaba lleno de bombitas. La que ya no mostraba la navaja dijo que el agua tenía sal, que así dolía más cuando reventaban. La rubia le dio instrucciones precisas al conductor y se subió al techo del auto.
El Pitufo arrancó. Ya entendía de qué iba todo y apenas podía contener la risa. Íbamos despacio y yo desde mi ventana corroboraba a cada rato que nuestra equilibrista no se hubiera caído.
Apenas aparecimos nuevamente en la Illia cruzamos el auto en medio de la calle tratando de llamar la atención, de que todos notaran que íbamos con travestis. Y cuando desde una de las mesas llegó la primera infamia se desató el bombardeo. Las chicas de atrás fueron las que primero empezaron a tirarle a los chetos. Yo lanzaba más espaciado pero con mayor precisión y fuerza, y la rubia, ya en posición de guerra, desde el techo gritó ¡Tomen! ¡Putos!, peló la poronga y empezó a regar con meada a los pibes y minitas que asustados trataban de resguardarse bajo las mesas de nuestro ataque justiciero. El Pitufo, que apenas podía respirar de la risa, comenzó a tararear una de Vilma Palma que las chicas identificaron en el acto y acompañaron con rítmicos golpes en las puertas. Era un travesti, ella era un travesti…

—¿Sabes qué, gordo? —Me dijo más tarde mientras guardábamos el auto—. El trava no la tenía más larga que yo. Soy petiso y me la piso.



Síndrome a de amor
Adiós mi amor
me fui sin un llamado
antes de este amanecer


El Pitufo tenía unos primos más grandes que cada tanto venían de visita desde Buenos Aires. Me caían mal, y los días que estaban en San Luis prefería no juntarme con mi amigo. Pero tras una de esas visitas el Pitufo cambió. Estaba más seguro de sí mismo y al mismo tiempo andaba como melancólico. Durante la semana continuábamos perdiendo el tiempo de la forma habitual, sólo que él no le ponía el mismo entusiasmo a nuestra amistad. Empezó a ayudar a su padre en el taller para juntar unos mangos que gastaba en vaya a saber uno en qué cosa. Los sábados a la noche evitaba intentar colarse a cumpleaños de 15, juntarse a hacer trasnoche de películas en casa o salir a güevear en auto.

Un día lo encaré y le pregunté qué le pasaba. Me contestó con evasivas poco convincentes y luego me confesó su verdad.
—Estoy de novio —dijo avergonzado. Pensé en felicitarlo y preguntarle por ella, pero también quise hacerme el ofendido, era su mejor amigo y no me había dicho nada, que seguro que sus primos porteños le habían podrido la cabeza en contra mío, pero antes que pudiera decirle cualquier cosa agregó:— Es una relación complicada.
Su cara no era la de un novio feliz y de a poco empezó a contestar algunas preguntas. Era una chica más grande, no me dijo cuántos años, que hacía pocos meses que estaba en San Luis, y sobre todo —y lo dijo con una expresión como si se le desgarrara el alma— sólo podía verla los fines de semana. Así que esto es estar enamorado, pensé, sufrir a pesar de ser correspondido.
Sabiendo esto nuestra vida continuó su nada habitual. Nos enteramos que Vilma Palma había rescindido con su discográfica. Ahora que era una banda súper famosa en toda Latinoamérica tal vez firmaran con alguna más grande, alguna que le diera un buen sonido a sus discos pero que también les permitieran tiempo para trabajar. Habían sacado discos muy seguidos uno del otro y cuando escuchábamos sus últimas canciones les notábamos la falta de maduración.

Una siesta el Pitufo cruzó el auto de turno frente a casa y pidió que lo acompañara. Estaba desencajado.
—Vendieron a Janet —dijo mientras arrancaba. Le caían lágrimas.
—¿Qué Janet? ¿Cómo que la vendieron?
—¡Janet! ¡Mi novia! ¡La vendieron, gordo! ¡Se va de San Luis! ¡No la voy a ver nunca más! ¿Entendés?
No, no entendía nada, pero asentí para no contrariarlo.
Tomó por San Martín a toda velocidad hasta llegar a la Terminal.
—Bajá, gordo. Su colectivo sale ahora.
Al fondo, un colectivo que anunciaba Destino Retiro embarcaba a sus últimos pasajeros. Había un grupo de chicas de unos veintipico escoltadas por dos tipos gigantes. A uno se le notaba un revólver escondido en la cintura. Desde allí se asomó una a saludar a mi amigo. Supuse que sería Janet. Se saludaron con un beso en la boca. El Pitufo lloraba a moco tendido y la mina: mi chiquito, no llores, apenas llegue a Buenos Aires te escribo para contarte la dirección de mi nuevo trabajo así me vas a visitar, que esto no es un adiós, y cosas parecidas.
Cuando el colectivo arrancó el Pitufo, saludando a una de las ventanillas, lo siguió por todo el andén. Los tipos que miraban la escena cuchicheaban burlones.

—Ella me había dicho que era especial —comentó cuando arrancaba el auto—. Que de todos sus clientes, conmigo era el único que hacía el amor.



Perdiendo el tiempo
como en un cuento vuelvo a hacer tu canción
vos sabes es tan difícil volver para atrás
no me ves, como quisiera volverte a abrazar


La profe de geografía, Carmen Benatía, era la más vieja de la escuela. Sus clases se dividían en dos etapas. Una primera donde contaba de sus viajes a países de nombres impronunciables con su marido —y siempre le agregaba un Dios lo tenga en su gloria—, y una segunda de dictados interminables sobre el producto bruto y la hidrografía de esos lugares. Con un 5 en el primer trimestre y un 4 en el segundo sabía desde septiembre que tendría que verle la cara a fin de año y probablemente también en marzo.

En Octubre la vieja me citó en un recreo.
—Digame, Garro, ¿usted sabe que se lleva mi materia? —Me preguntó alargando las a.
—Sí, Profe.
—¿Y qué piensa hacer para sacarla?
—¿Estudiar? —respondí inseguro.
—¿Y cómo va a estudiar si ni siquiera entiende de qué va la materia? Le voy a ofrecer un trato, Garro… —hizo una pausa esperando que con un gesto le indicase que estaba interesado en su propuesta, y la verdad me interesaba cualquier cosa que pudiese hacerme más liviana la materia—. Usted que es grandote y fuerte va a venir algunas tardes a mi casa. Me va a ayudar a correr unos muebles y como pago yo lo voy a preparar para que rinda. ¿Le parece?
Acepté.
Dos veces a la semana durante los meses de Octubre y Noviembre visité a la profe. Mi trabajo consistía en, además de mover muebles, ayudarla a embalar cosas que habían pertenecido a su marido y cargar las cajas y repartirlas entre algunos parientes y vecinos. Ella me daba algunas instrucciones, me convidaba gaseosa que compraba especialmente los días que iba y me mostraba fotos de sus viajes mientras me contaba de la amistad del finado con tal o cual embajador. Durante ese tiempo no aprendí nada. Pero a fines de Noviembre apareció un inmerecido 8 en el tercer trimestre.
Tras ayudarla a pintar el frente de su casa, la profe Benatía me confesó que su materia no servía para nada, que en la vida jamás me iba a hacer falta saber las precipitaciones anuales de la Conchinchina. Que me presentara a rendir su materia en Diciembre, que si prometía guardar el secreto, ella me aprobaría hubiese estudiado o no.
El día de la mesa me crucé en los pasillos con los mismos burros de cada diciembre. Sentados en el piso repasaban una carpeta que habían completado para la ocasión. Esperamos un rato largo y la vieja no aparecía. Pensamos que a lo mejor habíamos entendido mal la hora o el día. Al rato apareció el Preceptor.
—Chicos, malas noticias. Todos a Marzo. Recién nos avisa su sobrina que anoche falleció la profesora de Geografía. Nos vemos en Marzo si es que desde Ministerio nos mandan a algún profe nuevo. ¡Felices vacaciones!
No me puse triste por la vieja Benatía, sino porque por su imprudencia de morirse iba a tener que estudiar en Febrero.



Cuando regrese a casa
Se luce mi camisa y nadie en la habitación
como poder soportar que vos no estés


—Mi prima Antonia quiere que le presente un amigo —comentó el Pitufo.

—¿Y?
—Nada. Le hablé de vos. Le dije que eras gordo y todo eso, pero te quiere conocer igual —para mis adentros pensé petiso hijo de puta.
—¿Y? ¿Qué onda? ¿Cuándo me la presentás?
—No es que te la quiera mezquinar, gordo, pero es mala mina.
Le dije que sí a cada uno de sus peros. Un jueves a las seis de la tarde, día y horario que ella puso como condición, nos encontramos en plaza Pringles. El Pitufo nos presentó desganado y desapareció. Era una morocha linda y de ojos pícaros. Me tomó de la mano y comenzamos a andar. Se le veía orgullosa de lucirme. Dije un par de sonseras que creí le resultarían interesantes y ella me respondió con evasivas. Cuando pasábamos frente a la Catedral haciendo un poco de esfuerzo para alcanzarme me comió la boca de un beso.
Esa noche, al verme la cara de pavote que tenía, Papá preguntó qué me pasaba, y le conté eso que en mi manera de darle formas al mundo era estar de novio. Mi viejo emocionado llamó a toda la parentela para darles la buena nueva. A la mañana siguiente me llevó de compras al centro. Según él si quería gustarle a las chicas, antes que nada, tenía que lucir buenas pilchas.

Al cabo de la décima llamada preguntando por Antonia la madre perdió su tono amable. Luego llamaba y cuando atendían me quedaba conteniendo la respiración intentando oír su voz detrás de la de su madre. No me devolvió ninguna llamada. ¿Qué le había pasado a Antonia que en cinco minutos había desaparecido de mi vida? En casa, mi padre, aunque no decía nada, se daba cuenta que pasaba mucho tiempo en el teléfono y que no traía a esa novia que había anunciado. Como toda respuesta a mis preguntas y a cualquier eventual reproche su primo tan sólo me recordaba que él me había advertido que era mala mina. A las dos semanas dejé de llamarla.
Un mediodía me crucé de frente con ella en el centro. No había manera de que me esquivara ni que se hiciera la que no me había visto. No le dije nada, me sentí reconfortado al ver como apenada bajaba la mirada.
—Perdón —balbuceó—. Estaba confundida, no te debí haber besado. Volví con mi novio.
—¿Qué novio? —Pregunté molesto.
—El que al verme que te besaba frente a la Catedral, se puso tan celoso que me perdonó todo lo que le había hecho.
Sin decirle ni reprocharle nada acomodaba las piezas en mi cabeza.
—¡En fin! —Dijo y se acomodó en la vereda—. Un gusto volver a verte. Saludos a mi primo —y continuó su camino.



Verano Traidor
Verano traidor devolvémela
Ella ya no sabe que me puede hacer
Beberé por mi amor
beberé de su amor la sal


A principios del ’97 vacacionamos por primera vez sin nuestros padres. Inspirados en los culos que veíamos en la tapa de revista Gente decidimos ir a Mar del Plata.

El viaje en colectivo fue largo. Para economizar pilas usamos un walkman repartiendo un auricular para cada uno. Aunque llevábamos decenas de casets, los que más escuchamos durante el trayecto fueron los de Vilma Palma. 3980 era el que más nos gustaba, en el ranking del Pitufo le seguía Fondo Profundo por la festividad de sus melodías, y para mí era Sepia, Blanco & Negro, donde las letras del Pájaro estaban más trabajadas.
Apenas bajamos en la Terminal comenzamos a anotar direcciones y teléfonos de departamentos y cabañas para compartir, de esos que se anunciaban en las entradas de los bares y cafés. Pronto dimos con uno que nos gustó: CABAÑA FRENTE A LA PLAYA PARA COMPARTIR. 2 CUPOS. 100$ LA QUINCENA C/U”. Llamamos al número que decía. Atendió una chica llamada Lorelei. Dijo ser la encargada de la cabaña, que ella compartía con los inquilinos, que le era indiferente compartirla con hombres o mujeres siempre que fueran ordenados y educados, y que la quincena se pagaba al ingresar. Anotamos la dirección que nos dio y partimos en taxi. Demoramos casi una hora en llegar al extremo sur de la ciudad y casi nos agarra un infarto cuando tuvimos que pagar el coche. Se trataba de una cabaña pequeñita y venida a menos. Al golpear nos atendió Lorelei. Estaba con los pechos desnudos y un cigarrillo armado y de aroma dulzón le colgaba de la boca. Era una mina de veinte años, y aunque estaba lejos del estereotipo de belleza femenina tenía dos tetas que mostraba despreocupada y eso estaba buenísimo. Nos enseñó la habitación que nos tocaría, la cocina y el baño. Ninguna comodidad destacable. En el cuarto apenas entraban dos camas y en el medio una apretada mesa de luz. Mientras le confirmábamos que nos quedaríamos y le entregábamos la paga se dio cuenta que no podíamos dejar de mirarle los pechos. Apenas se sonrojó y no intentó cubrirse.
De padre aristócrata uruguayo y madre abogada argentina, Lorelei era la hija rebelde y bohemia de la familia. Desde hacía dos veranos que le dejaban a su cargo esa cabañita que había quedado como vuelto de algún juicio. Pasaba la temporada fumando marihuana y pintando en los atardeceres unos manchones inentendibles sobre lienzo. También hacía, y era lo que más le gustaba, algunos firuletes con fibrones indelebles en los cuerpos bronceados de los veraneantes. Además de ganarse unos mangos entablaba relaciones públicas, como aquel surfista del año pasado que me pegó la curtida de mi vida, contó.
La playa era de medio pelo. Las buenas, donde va todo el caretaje, están en el centro explicó nuestra anfitriona. A esa iba poca gente, algunos marplatenses con ganas de no ser molestados por turistas o algunos jóvenes de escaso presupuesto. En las mañanas se podía ver algunos pescadores viejos con sus botes, de esos que tomaban el oficio como un arte y renegaban de la pesca en muelle. Alguna vez un famoso había querido montar allí su parador, pero la lejanía del centro y de las muchedumbres terminaron arruinando el emprendimiento.
No éramos exactamente lo que se dice el ejemplo de éxito de vida social, nos hubiera sido imposible relacionarnos con las modelos y los famosos que salían en la tele promocionando Mar del Plata. Así que decidimos hacer playa donde vimos el primer signo amistoso.
Lorelei se levantaba temprano y caminaba por la playa. De vez en cuando algún pescador le regalaba algún bicho para comer. En las siestas salía con su kit de fibrones a pintar cuerpos. Nos encantaba acompañarla. A veces cuando alguna chica linda le pedía algún motivo nos presentaba como talentosos artistas del interior, y así podíamos tocar alguna teta o un culo mientras dibujábamos algún mamarracho. Apenas bajaba un poco el sol se ponía en la galería a fumar un porro tras otro, a mezclar malos alcoholes y tirar colores con formas irreales sobre un lienzo diciendo que eran los atardeceres vistos desde la cabaña. Nosotros pensábamos que así debía ver alguien tan intoxicada y reíamos. En las noches algunos lobos marinos se llegaban desde la playa y rodeaban curiosos la cabaña. Intentamos tocarlos pero ella nos advirtió que no eran animales amigables y contó que un lobo le había comido dos dedos a un ex novio que había querido acariciarlos. De vez en cuando se armaban fogones con guitarreada en la playa. A ella le encantaban. A esa altura de la noche, y ya totalmente dada vuelta, se hacía lugar en las rondas diciendo que éramos sus hermanos. No supimos si era para cubrirse de alguno que quisiera propasarse con ella, o si esa era su forma de decir que nos había tomado cariño.
Una tarde quiso monologar sobre música. Que el rock argentino era horrible, que estaba atrasado varios años, o que los artistas se copiaban todos de alguno que más o menos estuviera a tiempo, y que prefería el pop europeo de los ochentas, bandas como Erasure o A-ha. Tímidamente le preguntamos por Vilma Palma. Sabíamos que nuestra banda favorita tenía más detractores que adeptos. Lorelei pensó un rato como repasando mentalmente algunas melodías.
—Me gustan —comentó finalmente—. Son auténticos. Son del interior. No se comen el flash del rock-star de las bandas de Capital. Hacen música para divertirse y se nota que la pasan bien tocando. Cualquier persona que intente divertir a la gente merece el mayor de mis respetos.
En ese momento la admiramos un poco más.
Una vez cuando estábamos por bajar a la playa la dueña de casa preguntó si podíamos sacar la basura. Eran apenas dos bolsas, algunas botellas y cinco de sus lienzos pintados. Pregunté por qué quería tirarlos y contestó que porque eran horribles, que si me gustaba alguno podía quedármelo. No, no me gustaba ninguno. El Pitufo tuvo una idea genial. Tomó los cuadros y a fuerza de insistir, molestar y comerse varias puteadas pudo venderle a la gente que disfrutaba de la playa tres obras a 10 pesos cada una. La excusa que metió fue que se trataban de pinturas de una artista emergente que ya había expuesto en las principales galerías de Europa y que en unos años esos ejemplares de seguro costarían una fortuna. Con lo recaudado compramos pizzas para los tres y escabio… mucho escabio para Lorelei.

En nuestra última tarde, al volver de la playa, vimos como un chabón como diez años más grande que nosotros salía con la pija parada de la habitación de Lorelei. Nos saludó indiferente, se calzó la malla y salió hacia la playa. Segundos después apareció ella totalmente desnuda, el cabello revuelto, sofocada y con cara de desconcierto. El Pitufo le dio un trago largo a la botella de Coca y preguntó si se encontraba bien. Prendió un porro, tiró una risita corta como toda respuesta y se encerró su cuarto.

—Gordo, ¿te puedo hacer una pregunta? —Me consultó el Pitufo desde su cama. Yo estaba casi dormido. Tiré un gruñido como respuesta afirmativa y me incorporé para escucharlo—. ¿Te gusta Lorelei? —Qué clase de pregunta era esa. Obvio que me gustaba, como también sabía que le gustaba a él, y a esa edad que uno confesara que le gustaba la misma chica que al otro podía ser considerado alta traición.
—¿Te gusta a vos? —Respondí.
—Yo pregunté primero —me esquivó.
—Qué sé yo. Es piola.
—Sí, piolaza, re buena onda. Pero quiero saber si cojerías con ella.
—No sé. Tal vez. Es probable que coja con cualquier mina que me deje. Vos… ¿te la cojerías?
Hizo un silencio meditativo.
—Supongo que sí. —Volvió a callar. Estaba durmiéndome nuevamente cuando volvió a preguntar:— Y ella… ¿Creés que cojería con alguno de nosotros?
Pensé todas las alternativas y llegué a la conclusión que de la única manera que uno de nosotros cojiera con ella sería encontrarla totalmente dada vuelta de escabio y marihuana, y que el otro desapareciera de la cabaña. Pero… quién sería el uno y quién el otro. No dije lo que pensaba. Desde el comedor llegó el sonido de un vidrio que estallaba. Salimos y vimos a Lorelei en un lamentable estado fruto de su mezcla de vicios. Una botella vacía se le había resbalado de las manos y sus restos estaban esparcidos por el piso. Nos miró. Demoró unos segundos en reconocernos y pidió disculpas.
—No los quería despertar —dijo con la lengua anestesiada—. ¡Miren cómo estoy! ¡Soy un desastre! Me voy a caminar así se me pasa la curda y desayunamos antes de que viajen.
Tambaleó dos pasos y pisó vidrios. La asistimos. Aunque no le había quedado ninguno enterrado, tenía varios cortes y no dejaba de sangrar.
—¿Saben que es lo mejor para cauterizar las heridas? —Dijo incorporándose y pisando con el talón—. ¡La sal del mar!
Quisimos convencerla de que se quedara, pero nos hizo una seña con el dedo medio de la mano mientras decía que éramos más lindos cuando estábamos callados.

A las nueve sonó el despertador. En pocos minutos armamos los bolsos. Preparé café mientras el Pitufo por teléfono pedía un taxi para las 10. Llamamos a su cuarto. Pensando que debía estar con una resaca infernal directamente entramos al dormitorio. La cama tendida indicaba que ni siquiera había dormido en la cabaña.
—Con la curda que tenía anoche se la deben haber garchado hasta los lobos marinos —comenté.
Le dejamos una carta diciéndole que habían sido unas vacaciones increíbles, que su amistad y madrinazgo fue lo mejor del verano, que esas eran nuestras direcciones por si quería escribirnos, que estaba invitada cuando quisiera a San Luis, que allí teníamos lindos paisajes, que tendría inspiración de sobra para su arte.
A la hora señalaba fue todo un tema decidir cómo hacíamos para devolverle las llaves. Finalmente las dejamos sobre la mesa del comedor y la puerta de la cabaña sin vueltas. Yendo desde la playa hasta el punto donde debía recogernos el taxi, comenté que los pescadores estaban hasta más tarde de lo habitual y señalé a un bote que se acercaba hasta la orilla. El Pitufo se rió y confesó que le había robado una bombacha a Lorelei como recuerdo. El taxi no aparecía y ´mi amigo me retó cuando quise ponerme los walkman, que el viaje de vuelta era largo y que había que ahorrar pilas. Ya aterrados de perder el colectivo empezamos a hacerle señas a cualquier coche que pasara. El bote ya encallaba en la arena cuando por fin paró un taxi. Mientras me quejaba de que perderíamos el viaje él, tan serio como nunca más lo vería, señaló la playa. El viejo pescador descargaba un cuerpo azulado que conocíamos muy bien.
Durante el regreso apenas conversamos y no escuchamos música. Ya no veranearíamos juntos.



Versiones Remixadas
anocheciendo en este cuarto marrón
otra vez paso el invierno extrañando tu olor


Como era tradición del colegio, las dos divisiones festejamos juntas la Cena de Egresados. Con el Pitufo nos abrazamos toda la noche, cantamos a los gritos Amigos de Los Enanitos Verdes y nos prometimos mil veces que seríamos amigos para siempre. Pero no fue así.
Al año de egresar don Russo paró la pata y su hijo se hizo cargo del taller. Yo intenté estudiar varias carreras hasta que finalmente me puse a trabajar con mi viejo.
Algunos años después, hablando de cuatrerismo de bueyes, no sé qué dije del gobernador y el Pitufo saltó como leche hervida, me mandó a la mierda y sentenció el fin de nuestra amistad.