domingo, 30 de julio de 2017

20 Preguntas a los que escriben - Enrique Decarli

Inauguro sección en el blog. La idea de esta sección es hacer 20 preguntas estandarizadas a escritores amigos. Arranco con Enrique Decarli, uno de los primeros artistas que conocí gracias a Cuentos Criollos, y además de un talentosísimo escritor a quien admiro, es una persona súper generosa.
¡Gracias Quique por tu buena disposición!


Enrique Decarli nació en Buenos Aires en el año 1973. Es abogado y músico. Publicó los libros de cuentos Desde la habitación del sur (Libresa, 2009), finalista del Concurso Internacional de Literatura Juvenil organizado en Quito, Ecuador: recomendado para la escuela media por el Ministerio de Educación y Cultura de la Nación Argentina en el marco del Plan de Lectura Nacional 2010; Big Bang (Textos Intrusos, 2013), Jauría (Eloísa Cartonera, 2014), premio “Nuevos Sudaca Border” 2013, Bengalas (Paisanita Editora, 2014), y la novela Flipper (Paisanita Editora, 2016). Su libro de cuentos inédito, Vía Láctea, en abril de 2013 fue finalista del 3er. Concurso de Narrativa Eugenio Cambaceres, organizado por la Biblioteca Nacional Argentina y el Museo de la Lengua. Desde el año 2008 dicta talleres de lectura y narrativa. Vive en Rafael Calzada, provincia de Buenos Aires.


1- ¿Qué fue antes, el huevo o la gallina? ¿Qué hay primero? ¿Un lector que se transforma en escritor, o un escritor que se transforma en lector?
Creo que el huevo. Me parece difícil pensar o tener el impulso de escribir (de convertirse en escritor) sin haber disfrutado de la lectura. De haber dicho, antes: qué bueno está esto. Qué bueno debe ser hacer esto. Me gustaría probar.

2- Describime tu escritorio a la hora de sentarte a escribir un texto.
Es, simplemente, el mueble donde está la computadora. Teclado y monitor, pad y mouse. La CPU al costado, abajo. Arriba de la CPU, hojas, usadas para reciclar, y alguna resma en blanco. La impresora a los pies. El equipo de música, al lado del monitor, que permanece apagado mientras escribo. La colección de CD´s en tres estantes por encima del monitor. En general, tomo algo: mate, café, sopa. Así que algo de eso puede haber: una taza, el termo, el mate. No más. Ya ni siquiera fumo mientras escribo. 

3- ¿Cuánto hay de tu pedacito de barrio en tu escritura?
Un poco. No mucho. Casi nada por el barrio en sí mismo, como concepto o como tema. Sino más bien porque son imágenes familiares (estaciones, baldíos, avenidas, cañaverales, personas, etc.) que tengo a mano y que suelo usar aun descontextualizadas.

4- Todos los escritores recomiendan tomar talleres. ¿Por qué hay que tomarlos? 
Yo tomé talleres. No muchos, pero tuve la suerte de ir a uno que me definió. Ni siquiera era un taller de escritura. Era de dramaturgia, con Mauricio Kartún. De su enseñanza extrapolé todo lo que pude a la narrativa. Y aprendí un montonazo. 
También dicto talleres. 
Me parece que hay un par de cuestiones conceptuales que se reproducen en forma de equívoco. Errores de concepto. Formas de pensar equivocadas. No sé por qué, pero verifico en los alumnos iniciales el mismo tipo de creencias: en cuanto al uso del lenguaje, la función de las imágenes, la dimensión ideológica que puede tener un texto, la función (si es que existe alguna función) de la literatura, y etcéteras. Errores que también tuve yo antes de ir a los talleres. 
Me parece que son esos errores los que el taller debe aclarar. Alguien tiene que ofrecerte, fundadamente, la oportunidad de re-analizar esos conceptos desde otro lugar. Eso te abre mucho la cabeza. Con ideas nuevas, podés pensar de nuevo la literatura. A partir de ahí, la escritura es toda del alumno.

5- ¿Cuál es el mejor consejo que te han dado como escritor?
Seguir la imagen. La imagen es todo. La imagen es infinita. Atrás de la imagen, siempre hay más imagen. Las ideas, en cambio, se les terminaron hasta a los filósofos.

6- ¿La mayor alegría literaria que has tenido?
Mi mayor alegría literaria, siempre, es terminar, satisfecho (porque a veces no lo estoy), lo que estaba escribiendo. Esa alegría se repite cada tanto; pero cada vez es nueva, como si fuera la primera vez.
No hay, en verdad, otra mayor.

7- ¿Qué escritor te robó una idea antes de que se te ocurriera?
C.S. Lewis, en las Crónicas de Narnia. La entrada a otro mundo a través del placar. En 1988, a mis quince años, escribí una novelita juvenil que la terminé 20 años después: dos amigos accedían a otro mundo, a través de un portal que había en el placar de la habitación del narrador. Diecisiete años después del primer borrador (en el 2005), con el estreno de la primera película, me desayuné que Lewis las había escrito en la década del 50. ¡Juro que no lo sabía! Entonces cambié de portal. Jeje. Ahora los amigos acceden por una ventana.

8- ¿Qué se siente haber terminado un texto?     
Satisfacción. Felicidad. Plenitud. 
Confirmar que es esto (escribir) lo que quiero hacer y lo mejor que hago (aunque lo haga mal). Para lo que sirvo (aunque no sirva).

9- ¿Qué debe tener un buen texto?
Sólo coherencia. 
Creo que esa virtud abarca y trae el resto. Sobre todo la verosimilitud. 
No creo que haya elementos que uno pueda elegir o indicar como necesarios a priori. Cada historia necesita su dosis de condimentos que le son propios: tensión, conflictos, ciertas imágenes y determinados climas, vínculos personales orgánicos, narrador, un tipo de lenguaje, etcétera.
Pero cada uno de esos aditamentos (que estén o no y en qué medida) debe responder, coherentemente, al universo que se narra.

10- ¿Cómo es el lector ideal?
El lector hospitalario. El que acoge al texto en su imaginación, y permite que sus sueños se sigan ramificando. Me gusta ese lector, que no lo perfilé yo, por supuesto. Lo imaginó Borges, en el epílogo a El libro de arena.

11- Un buen escritor… ¿se expone sin tapujos? ¿O logra evadirse totalmente?
Me parece que hay de los dos tipos de buenos escritores. Los que han hecho una gran obra, o gran parte de su mejor obra, en principio, exponiéndose o usando mucho de su vida -si bien ficcionalizada- como punto de partida  (pienso en Pablo Ramos, por citar algún ejemplo argentino contemporáneo, o en Fabián Casas), y quienes no parten de su vida para escribir libros monumentales (Borges, digamos, Calvino). Y también pienso en escritores que trabajaron ambas zonas. Mario Levrero, por ejemplo. Sus diarios (El discurso vacío y La novela luminosa), parecen tener que ver más con él que sus novelas y cuentos (El lugar, La ciudad, Espacios libres, La máquina de pensar en Gladys). 

12- ¿Qué cosa está sobrevalorada en la literatura?  
 A veces, me parece, un cierto culto a la “espontaneidad”. 
No lo digo como método de trabajo, que bien utilizado puede ser un buen punto de partida para el hecho creativo. Sino, más bien, como postura posterior ante el propio material. No todo lo que se escribe es bueno. En general, creo, poco de lo que se escribe es bueno. No todo puede convertirse en un cuento, una novela, un poema. Aun cuando sea espontáneo. No me parece que la espontaneidad sea una virtud en sí misma. Sigo valorando el laburo de orfebre, de artesano, del autor.    

13- Si llegaran los extraterrestres… ¿Qué libro les regalarías como muestra del genio humano?
La Eneida.

14- ¿Qué diferencia hay entre tu primer libro, y el texto en el que estés trabajando ahora?  
Para empezar, unos diez años de diferencia.
Una actitud diferente con relación al trabajo. Más exigencia al momento de corregir y definir: esto sirve; esto, no.
Un nivel de conciencia mayor con respecto a los propios límites. Más oficio para moverme mejor dentro de esas fronteras. La certeza de que tengo que correrlas.
Sin distinción de género (el primer libro fue de cuentos), estoy laburando unos cuentos y también una novela. En estos últimos tiempos voy intentando, de a poco, variar argumentos, extensiones, narradores, formas e incluso géneros: la novela, por ejemplo, es la primera pieza de ciencia ficción que abordo.

15- ¿Qué rostro tienen tus musas?
En verdad, no lo sé. Nunca las vi ni las imaginé. Sé que existen; pero también creo que habitan una dimensión fantasmática que prefiero no indagar. Cada tanto, tengo la sensación de que cambian. Pero no lo podría afirmar. Es algo que supongo, por ejemplo, cuando empiezo a escribir algo diferente a lo anterior.

16- Al mejor estilo Frankenstein… armame un monstruo con partes de diferentes escritores.
Universos narrativos: Borges.
Argumentos: Ítalo Calvino.
Mi costado femenino: Silvina Ocampo.
Lenguaje: Marcelo Cohen.
Lunfardo: Bernardo Kordon. 
Concisión: Antonio Di Benedetto.
Puntuación: Fogwill.
Serenidad: Pedro Mairal. 
Descripciones: Saer.
Comparaciones: Armonía Somers.
Entraña: Roberto Arlt.
Ingenuidad: Felisberto Hernández.
Angustia: Kafka.
Aspereza: Onetti.
Ironía: Oscar Wilde.
Desmesura: Roberto Bolaño.
Terror: Poe (mi primer amor). 
Humor: Fontanarrosa.
Extrañamiento: Levrero.

17- Un libro que todos recomienden y que no te haya gustado.  
Las hamacas voladoras, de Miguel Briante. 
Quizás debería volver a leerlo.

18- ¿Cómo sería un mundo sin libros?    
Es un paradigma distinto.
Pero historias para contar siempre va a haber. Aun sin libros. Y gente dispuesta a contarlas y gente dispuesta a recibirlas, también. No imagino que desaparezca esa necesidad o ese hábito. 
Supongo que sería volver a la época de la tradición oral. Una par de personas con una memoria prodigiosa, yendo de acá para allá, narrando historias en lugares públicos donde la gente se agolpa a escuchar. 

19- Funda una nueva religión. A quiénes se adoraría. Cómo serían los rituales.
Fundaría una religión en la que se venere la fuerza que organiza el Universo. Llamémoslo Absoluto. Sin rituales. Cada cual tendría que esforzarse por ser, con responsabilidad, la réplica, en escala, de ese orden superior. 

20- ¿Qué título tendría tu biografía póstuma?
Algo más importante que instantes o tropiezos 





martes, 25 de julio de 2017

La lengua de las palomas

Un cuento No-Premiado, pero que me gusta mucho.
Corría el año 2015 y para el concurso Premio Itaú Cuento Digital 2015 escribí el siguiente cuento. El disparador de la idea fue el cuento Como el Rayo de Enrique Decarli, un escritor amigo.



La lengua de las palomas


La Gorda Chachi le señala un corte en el labio inferior y le pregunta si se lo hizo él. Juana niega con la cabeza y se acaricia la herida. Está tan acostumbrada a los golpes del Tristán que ya no llora cuando le toca contarlos. Le explica que “éste”, y se toca la boca, fue de su marido. Su prima le pregunta cómo fue. “¿Lo del Tristán?” “No, lo del Espíritu Santo”. Y entonces la Juana cuenta todo. Que al Tristán se le fundió el motor de la chata, que volvió cabreado, que arreglar eso sale un huevo, que no van a tener con qué hacer las changas, que se van a quedar sin guita, y que apenas llegó a la casa la puteó como si ella le hubiera estropeado la camioneta, que después se tomó unos vinos, que la curda lo puso pesado, que la quiso forzar a tener sexo, y que cuando ella accedió el Tristán estaba tan tomado que no se le despertaba el paquete, y se enojó, se puso como loco, la fajó de lo lindo, la culpaba por ser tan flaca, que no tenía curvas, que ningún hombre se podía excitar con ella por ser tan descarnada, y ahí se puso como una bestia y se ensañó en los golpes, y cuando se cansó de pegarle le pidió que se fuera de la casa, que era tan flaca que ni para calentar la cama servía. Y fue entonces, mientras ella atravesaba el descampado en la total oscuridad de la noche para ver si la Gorda Chachi la podía alojar por esa noche, porque mañana el Tristán como siempre no recordaría que la había echado, fue justo ahí que detrás de los yuyales, justo enfrente del monolito de ese santo al que los vecinos le dejan botellas y cintitas rojas, que apareció él. Al escuchar el sonido de los yuyos pisoteados en el silencio nocturno se asustó. Pero cuando la silueta oscura de quien salió de allí caminó tranquila hasta ella, y la abrazó suave y cariñosamente, al olerlo supo quién era. Sabía que era él, el Espíritu Santo. Las mujeres de la villa a las que se les había aparecido lo habían descrito así, alto, morrudo, y con un insoportable olor a bosta de paloma, como el de una plaza al atardecer. Contó que el aparecido la abrazó con una ternura desconocida en su vida, y que adivinó lo que pasaría. Por la emoción de sentirse elegida para la obra de un ser superior, y porque en su cabeza se mezclaban los malos tratos del Tristán y el amor infinito de Dios, la Juana empezó primero a sollozar para luego soltar un llanto desinhibido. El hombre de la oscuridad ruaba, como las palomas, porque él debía ser mitad hombre mitad paloma, eso le habían contado hacía veinte años en una parroquia de Corrientes donde tomó la comunión. También le acariciaba el pelo y se lo olía, y eso a ella le gustaba, porque ella se lo lavaba una vez a la semana con manzanilla para que le quedara lindo, brilloso y más claro, y le gustaba porque él sí se fijaba en ese detalle, no como el Tristán que le daba lo mismo lo que ella se hiciera. Al cabo de unos minutos, cuando ella se hubo tranquilizado y su mente puesto en blanco, él le besó el labio lastimado, como ese santo del que le habían contado en catecismo que lamía las heridas de los leprosos. La tomó de la mano y la condujo hasta los yuyales. Allí la desvistió despacio y con torpeza, y le hizo el amor. Y en esto la Juana es contundente, “me hizo el amor”, dice, porque fue muy suave y dulce, nada que ver cómo se lo hace el Tristán o los cuatro tipos con los que había estado antes de conocer a su marido.
“¿Y ahora?” Pregunta su prima mientras cuela la tetera y sirve dos tazas de mate cocido. “Y ahora a esperar nueve meses”, contesta la Juana y se toca la barriga con la certeza de que ha sido bendecida con el milagro de la vida en su interior. Cuando la Gorda Chachi le alcanza la taza le pregunta si no tiene miedo de que el niño venga como los otros tres hijos del Espíritu Santo que ya nacieron en la villa, y con un eco de maldad y envidia le recuerda que con ella ya serían nueve las que la paloma bendijo por allí. “No”, le dice segura. “El niño de la Asunción salió tonto porque el marido se dio cuenta que ese bombo no era obra de él y la fajó durante todo el embarazo; la Isabel no se cuidó, comía mal, seguía chupando y no dejó el pucho y ahí tenés, pobre criatura; y el bebé de la Yiya, qué más querés, si todos saben que a ella le faltan algunos caramelos, lo del hijito de la Yiya es pura herencia materna”.
La Juana le da un trago largo a su taza y se tira en el colchón del piso, acomoda la almohada y se tapa con la colcha que su prima ya le tiene asignada para cada vez que el Tristán la raja de casa. La Juana cierra los ojos y dice “hasta mañana”.

* * *
Cuando los dos viejitos se levantan y se marchan, el opa sale de detrás del árbol y se tira de panza al suelo a recoger las miguitas. Ninguna paloma se espanta al verlo aterrizar. Come algunas y guarda las que puede en los bolsillos. Las palomas son buenas, comparten su alimento, no como las personas, que no convidan, y para poder comer tiene que hurgar los tachos de basura o revolver el arenero de la plaza en busca de alguna golosina que se le haya caído a un niño. “Además hablar con las palomas es fácil, las personas ¡tienen tantas palabras!”
Cuando empieza a oscurecer cruza la autopista por el puente. No baja por las escaleras, es más divertido hacerlo saltando de piedra en piedra por el barranco. Se esconde entre los altos yuyos. Tal vez esta noche pase una persona-mujer, ellas son tan buenas como las palomas y huelen rico, y si tiene suerte quizá juegue con él y le haga cosquillas en su cosita.






sábado, 22 de julio de 2017

Vamos a ver (Adelanto Historias e histerias sobre cabellos más fuertes que yuntas de bueyes)

Es febrero en el Camping Universitario de La Florida.  Los pibes disfrutan del agua y del calor sin prestarle atención a dos gorditos que descansan a la sombra de un sauce. Sí, adivinaron: los gorditos somos mi esposa y yo, ella embarazada de ocho meses y mi panza por solidaridad con ella. Mi señora duerme y yo leo los Cuentos Completos de Alberto Laiseca. Cerca nuestro hay una pareja de jóvenes. Calculo que no tendrán más de 16 años. Él, muy acaramelado, ella, fría como un tempano, como si las demostraciones de cariño le molestaran. Me identifico con él. Alguna vez tuve su edad y espanté a unas cuantas pibas por exceso de cariño. Tengo ganas de hablar con él, aconsejarlo, de decirle que si fuera un poco más frío otra sería la historia con su novia. Al fin caigo en lo ridículo de lo que estoy pensando, y comprendo que esas cosas se aprenden solo.


Es de noche. Por el embarazo no puedo fumar en la cabaña. Salgo a dar un paseo, caminata que aprovecho para bajar la comida. Todo el camping está oscuro, apenas se puede ver más allá de la propia nariz. Me arrimo a una bahía y noto como el contorno de dos siluetas jóvenes se dan placer contra la corteza de un árbol. No puedo con las ganas de ser malo. En silencio me arrimo hasta ellos y de golpe prendo un cigarrillo, tratando de que el chispazo del encendedor los ilumine. Les miro la cara con malicia. Los reconozco, ella es la chica que vi esa misma tarde, pero él no es el pibe, sino que es el bañero. Hago como que no los vi y me alejo rumbo a mi cabaña.


Cuando mi señora se acuesta tomo mi cuaderno y trato de hacer justicia, de vengarme, porque la chica no sólo traicionó a su novio, sino que también al gordito que esa tarde se sintió identificado con él.



Las fotos pertenecen al cuaderno donde se escribió el original.


Vamos a ver


Franco les contó al Pancho y al Fede de que en la parada del cole, cuando se iba para la facu, siempre veía a una minita que lo volvía loco, de que no sabía cómo se llamaba, de lo linda que le quedaba esa campera de jean que nunca se sacaba y su pelo negro siempre revuelto; de que ella lo había descubierto un par de veces mirándola y que le había sonreído para luego volver a ignorarlo. El Fede le dijo que la mina seguro quería pija, y el Pancho agregó que a todas las minas les gusta histeriquear, que te sonríen y te ignoran, pero en el fondo te están diciendo cómo me gustaría que me la metas por el culo.
Otro día les contó que una tarde se animó a hablarle, de que le dijo cualquier cosa, de que el cielo estaba feo, de que en cualquier momento se largaba y que para colmo el colectivo no aparecía. Y que ella le había dicho que a ella le gustaba la lluvia, y que él le mintió que a él también. Que le preguntó el nombre y que ella le dijo que se llamaba Cecilia, y que él le dijo que era Franco, y que ella le comentó que ese era un lindo nombre. La mina está con vos, le dijeron sus amigos a coro. Animátele y te la empomás, lo animó el Pancho, y el Fede le dijo que tampoco era para tanto, que si la mina se llamaba así, que si tenía nombre de santa, la iba a tener medio difícil, que todas las minas con nombre de santas que él conocía eran santurronas y que iba a estar un rato largo haciéndose la paja.
Franco les contó al Pancho y al Fede de que en muchos viajes charlaron de cualquier cosa, de que ella era misteriosa, misteriosa pero simpática, que siempre tenía la palabra exacta para todo. Les contó que un día la invitó al cine y que ella primero se hizo rogar, pero que después terminó aceptando, y que fueron a ver Titanic, y les reveló que en la parte en que Di Caprio se ahogaba, ella le tomó la cara entre sus manos suaves y le comió la boca de un beso, un beso con lengua, de que la lengua le hizo cosquillas en el paladar. ¿Se muere Di Caprio? Preguntó el Pancho, y agregó que hubiera pagado por verles las caras a las minas en ese momento, y el Fede, cagándose de risa, le dijo que no iba a poder, que para vérselas iba a tener que prender la luz, y que si prendía la luz en el cine lo iban a moler a palos.
Les había contado que los domingos iban a pasear al parque y que a Cecilia le gustaba que él fuera estudiante, que le había dicho que era mejor que estudiara, que sólo así iba a poder trabajar de lo que le gustaba. Les contó que le había regalado una cadenita con una medalla que decía: Ceci y Franco for ever. Les había contado que una noche ella le escoltó su mano hasta una teta mientras que ella hurgaba en su bragueta, y que después de una acalorada ola de caricias lo llevó hasta la entrada de una casa que decía venderse, que ella se subió la falda y que así nomás hicieron el amor. Les contó que ahí mismo, tendido tras un arbusto que los protegía de la calle, que él le confesó que la amaba y de cómo le dolió el silencio de Cecilia. Las minas son así, le explicaron, dicen que los tipos somos insensibles, pero cuando desnudamos el corazón son ellas las que se ponen en duras, no te hagás los rulos por eso.
Les contó que le había pedido conocer a sus padres y que ella le había dicho que se llevaba muy mal con ellos, que no quería que supieran qué hacía ni qué dejaba de hacer. Él le había querido presentar a los suyos, pero Cecilia argumentó que no era justo, que si él no podía conocer a los de ella, ella no tenía ningún derecho a hacer lo mismo con los de él. Los muchachos se miraron y después lo miraron a él, y Franco les preguntó que qué, que qué significaba esa mirada y ese silencio, y el Fede le dijo que por las dudas no se hiciera muchas ilusiones con esa mina, y aunque no les contestó, sintió esa advertencia como una puñalada a traición.
Les contó que la última vez le había dicho a Cecilia que si bien hacía poco que la conocía, él sentía que no podía vivir sin ella, y que quería que se fueran a vivir juntos, que alquilarían un departamento, que tenía un dinero ahorrado, que con eso pagarían los primeros meses, que le quedaban pocas materias, que en cualquier momento empezaría a ganar plata con lo suyo y que en unos años, si todo salía bien, podrían comprarse una casa, y que ella con lágrimas en los ojos le contestó que ya vamos a ver; y que esa fue la última vez que la vio, nunca más le atendió los llamados, que tampoco se la volvió a cruzar en la parada de colectivos, y que para colmo, con eso de respetarle su espacio, nunca supo dónde vivía, para así, por lo menos, verle la cara y que ella le dijera qué había hecho mal. Y les contó que estaba muy triste, hecho mierda les dijo, que estaba hecho mierda. El Pancho le dijo que no existía una sola mina en el mundo por la que valiera la pena sufrir, y el Fede dijo que apenas se cogiera a otra se olvidaba de Cecilia, y que si él quería, ellos conocían una pendeja divina que los viernes a la noche en el parque la chupaba por quince pesos. Franco les contestó que no, que hasta que no hablara con Cecilia él seguía oficialmente de novio, y el Pancho agregó entre risa que tenés que ver como la chupa, que no la chupa, sino que te la envuelve con la lengua.
Franco les contó a sus amigos que estos últimos tres meses han sido una tortura, que no tiene fuerzas para estudiar, que lo único que hace es lamentarse por Cecilia. El Fede le dijo que no fuera pelotudo, que llevaba más tiempo llorando por la mina que el tiempo que estuvo a su lado. Y el Pancho le insistió que se animara a estar con otra, una aunque fuera para desagotar el tanque, y le recordó de la minita del parque. Cada día la chupa mejor, comentó el Fede, qué cosa rica. Franco les dijo que simplemente ellos no entendían nada, que eran dos animales.


A lo lejos, apartados de la luz del farol el Fede negociaba con la tan famosa minita de los quince pesos. Franco le contó al Pancho que estaba convencido de que a Cecilia le había pasado algo, un accidente tal vez, y le argumentó su teoría, sino era imposible que a ella se la hubiera tragado la tierra, y de cómo se iba a enterar él, cómo le iban a avisar, si la familia de ella desconocía su existencia. Pero si ella estaba muerta, fugada del país, o internada en un manicomio, él no podía seguir perdiendo el tiempo y que la vida debía continuar, después de todo le quedaban rendir sólo tres exámenes y que estar con una loca no sólo no era el fin del mundo, sino que incluso era algo necesario; y el Pancho le contestó que muy bien campeón, muy bien campeón mientras le palmeaba la espalda en un gesto que significaba yo soy tu amigo, tu dolor es mi dolor, no me gusta verte triste y vas a ver que después de que te atienda la minita te sentís mejor, vas a ver qué lindo que la chupa. El Fede llegó con la pendeja y Franco pensó que era realmente hermosa, una de esas minas que de tan bellas no deberían ser putas. La miró fijo a los ojos, le entregó sus quince pesos y bajándose la bragueta le dijo tomá, chupá, puta. Lo que Franco jamás les contaría ni al Pancho ni al Fede, es que esa que estaba ahí abajo, mientras se la chupaba, estaba lagrimeando como esa vez que se fue diciéndole que ya vamos a ver. 



I Tell you William!

En 2010, en el marco de una consigna del Taller Alas Letras, escribí una serie de micro relatos. A principios del año siguiente el Cocoroko Rock convocó a escritores de habla hispana a un Certamen de Microcuentos. Envíe el relato al que consideraba el mejorcito y me olvidé del tema. Unos meses después me escribieron desde el Blog para avisarme que mi texto había hecho podio.
Desgraciadamente Cocoroko Rock dejó de actualizarse en 2014.


I Tell you William!


—¡Te lo advierto Guillermo! ¡Me tenés las semillas llenas! Dejá de alardear conmigo. Uno de estos días me voy a cansar, y seré yo quien te tire con la flecha.


jueves, 20 de julio de 2017

El Calcetín Verde

A finales de 2016 con un amigo que deseaba adquirir el hábito de la escritura bajamos un manual de Scribd con ejercicios talleristas. Escogimos una consigna al azar: debíamos escribir cada uno un texto que comenzara con Aurora tiene un calcetín verde.
El texto resultante fue publicado en el sitio Anatomía Urbana.




Aurora tiene un calcetín verde. Sólo uno. También tiene otras medias huérfanas de varios colores. Pero verde, lo que se dice verde, sólo esa. Ya no recuerda si la prenda quedó sola porque extravió su par, o a lo mejor se trataba de un calcetín amarillo que tuvo la desgracia de compartir lavarropas con una toalla azul. Sea como sea, esa única pieza la hace sentir especial y sola, como si al cajón de las medias le faltara su otra mitad.
Mientras las chicas de la oficina comentan sobre un ex al que encontraron en Badoo, hojean la cartilla de Avón o muestran una foto graciosa de un gatito en el teléfono, Aurora comenta al pasar que le gustaría encontrar no al calcetín faltante, sino a otro de diferente tono de verde, al cual también se le hubiera perdido su par.
Tal es el vacío que siente Aurora que ha decidido terminar con la existencia del calcetín en cuestión. En la calle ata un hilo a un poste de luz y empieza a andar. En cada paso se desteje un punto y nuestra protagonista se empieza a sentir más liviana. Mira el sol como si fuera la última vez que lo fuese a hacer y cree que es un lindo sol, que brilla sólo para ella. Cuadra a cuadra la media se hace más pequeña y ella empieza a sentir un olorcito a esperanzas. Quiere el destino que la prenda termina de desvanecerse cuando ella ha cruzado la puerta de casa. Tiene ganas de maquillarse, de cambiar esa cara de oficinista cansada por la de novia primeriza. Sale del baño pestañeando rimmel y oye que llaman a la puerta. Es Isidoro, que ha llegado ovillando un hilo verde igual al de su único ejemplar de Guante Mágico.



sábado, 15 de julio de 2017

Blues de Gabi

Hace algunos meses Giselle Aronson me invitó a participar del blog “No será mucho”. 
En dicho blog han publicado un montón de escritores de renombre (Convertini, Guinot, Pagnotta, Lunghi, Domínguez Nimo, C. Godoy, Perrotta, M. Koch, y mucho más).
La consigna era realizar un texto relacionado con una canción que tuviera video en YouTube. La relación podía estar dada por la letra de la canción, la historia que contara el clip, el clima de la música, los personajes, los músicos, o pura y caprichosa inspiración.
Así es cómo salió Blues de Gabi.
En el blog “No será mucho” el pueblo donde transcurren los hechos se llama Morrison, nombre que cambié luego ya que desconocía la ciudad cordobesa del mismo nombre.


Blues de Gabi


Varias de las chicas más lindas del colegio habían pasado tardes enteras en mi cuarto. Ojalá eso hubiera significado otra cosa aparte de que abusaban de mi generosidad. Iban para que les grabara música. Yo tenía una vasta colección que constaba de más de 50 casetes originales, casi 600 cintas vírgenes grabadas por un primo mayor que trabajaba de operador en la trasnoche de una radio, y la colección completa de rock nacional que trajo Revista Noticias.
Entre las inseguridades propias de la adolescencia, yo tenía una única certeza: me sabía feo. No feo-feo, sino más bien de belleza media-tirando pa’ fulero. Si yo era un pavo real de plumas grises, la música resultaba para mí unas luces de neón que decoraban mi cola. Gracias a ella en los recreos las chicas me daban la misma cantidad de charla que a los galancitos del colegio. Pero todavía no había podido capitalizar mi único atractivo. Hasta entonces ni siquiera había besado a una chica. Muchos de mis compañeros ya habían tenido una primera novia, presumían de alguna conquista en el matiné, o inventaban la historia de la vez que se hicieron hombres.
Me gustaba toda la música, pero había un tipo de sonido que me volvía loco: los solos de guitarra eléctrica. Entre más chillones resultaban mayor euforia me producían en mi ritual de imitar los movimientos en un instrumento hecho de aire, imaginación y magia. No tenía una banda o canción favorita, escuchaba temas de Vox Dei y los Rolling Stones, hasta el último tema de Pappo o Ace of Base.

A Gabi la conocí gracias al cumpleaños de una prima quinceañera que nunca vi. Había llegado a San Luis desde O’Connor —pueblo que ni siquiera había sentido nombrar— para que mamá le hiciera el vestido de fiesta. Al entrar a casa y verla quedé embobado. Jamás había visto a una muchacha tan bonita y el destino caprichoso me la ponía en frente bajo la cinta métrica de mi vieja. Aunque no molestaba, mamá pidió que desapareciera, que no embromara, que me fuera al dormitorio a escuchar música. Obedecí, en parte por no desafiarla, pero también porque  chocarse con una hermosura como la de Gabi merecía tener una banda de sonido. ¿Qué escucharía una chica así? Supuse que algo angelical y lo más parecido que tenía a eso era un casete de los Boyz II Men. Apenas sonar la segunda canción esa belleza de mujer se posaba en la puerta de mi cuarto, tímida y curiosa, mientras mi vieja acomodaba géneros sobre el busto de un maniquí. Le pregunté si le gustaba lo que había puesto y dijo que sí. Ahí supimos nuestros nombres y me contó de ella, que era de ese pueblo cercano a Córdoba, que escuchaba poca música, que el pueblo no tenía ni disquerías ni radio, que la música nueva llegaba en las noches claras en que podía sintonizarse una FM de Villa Mercedes —la ciudad más cercana—, que los chicos de nuestra edad los fines de semanas alquilaban una trafic y se iban a bailar a algún pueblo vecino, y que le gustaba la música romántica, Mariah Carey, los lentos de Bon Jovi y de los Back Street Boys.

Volvimos a vernos una semana después, cuando tuvo que regresar para hacerse las primeras pruebas. Para esa ocasión le había preparado un casete de regalo con los mejores lentos de mi colección. Esa tarde, mientras mamá trabajaba, la pasamos en mi cuarto. Ella embelesada por todos los sonidos y echada en mi cama —que oficiaba de sillón— y yo, que no podía parar de hablar, pasando tema tras tema en el grabador y contando la historia que había detrás de cada canción.
Unos días más tarde recibí una carta desde O’Connor diciéndome que el casete había sido el mejor regalo que le habían hecho jamás. Desde aquella fecha empezamos a escribirnos un par de veces a la semana. En sus cartas me contaba de los preparativos para el cumpleaños de la prima y de la vida de algunas personas del pueblo que jamás conocería. En las mías le comentaba las novedades musicales o les transcribía algunas letras. Estaba loco por ella, pero nada le decía en nuestra correspondencia, me sabía enamorado por primera vez y el miedo al rechazo era más fuerte que el sufrimiento por callarlo.
La siguiente vez que nos encontramos, que era para cuando el vestido debía estar terminado, podía ser la última vez que nos viéramos. Mientras mi vieja le daba las últimas puntadas, Gabi como siempre se arrimó hasta mi dormitorio. De fondo sonaba Laura Pausini cuando, tartamudeando con voz finita y poseído por un coraje desconocido en mí, le pregunté si quería ser mi novia. Pareció no escucharme, su espíritu flotaba por la habitación con los altos de la italiana, y cuando creía que su silencio era la respuesta y empezaba a sumirme en la onda tristeza del desamor con voz bajita dijo que sí, que sí quería. La tomé de la mano y pasaron varios minutos hasta que nos animamos a besarnos.
En condición de novios apenas nos vimos dos veces.

Los precios prohibitivos de las llamadas de larga distancia hacían que todo lo nuestro se sostuviera en lo postal y en nuestra imaginación de cómo debía ser un amor ideal con banda de sonido.
Aunque había sido una participe ausente en nuestra historia, y según contaba en las cartas ella quería conocerme, la prima no me invitó a su cumpleaños, detalle que me molestó pero nunca le confesé.

A unas semanas de haber empezado todo, Gabi viajó un sábado para visitarme. Pasamos toda la tarde encerrados en mi cuarto escuchando música y besándonos. Esa vez experimentamos cómo era hacerlo con lengua. Después de cenar con mis viejos salimos a un bar céntrico a tomar algo. No hay manera de explicar la cara de todos los pibes, los que me conocían y los que no, cuando me vieron acompañado de una chica de la belleza de mi novia. En aquella ocasión, por primera vez en toda mi adolescencia, dejé de sentirme feo... era el rey del mundo. Pasamos toda la noche a licuados y cocas en distintos bares que frecuentaban los chicos de nuestra edad, y ya de madrugada la acompañé hasta la Terminal para que se tomara el colectivo de vuelta a O’Connor.

Tres semanas más tarde viaje yo. Llevé cuatro casetes: tres grabados especialmente para mi novia con lo que sonaba en las radios de San Luis, y uno con mi música de guitarras chillonas.
O’Connor se trataba de un pueblo de unas pocas manzanas construidas alrededor de una única plaza. Me sorprendieron dos cosas: la primera, la cantidad de autos último modelo que circulaban por sus calles, detalle que me resultaba inentendible ya que a un lugar tan pequeño unos pocos minutos alcanzarían para atravesarlo a pie de punta a punta. La otra, la cantidad de gente bonita que había, nada que ver con la imagen mental que uno tenía sobre un pueblo en el medio del campo. La rutina que Gabi había preparado para mi visita era la misma que cuando la recibí, con la diferencia de que el único colectivo diario a San Luis pasaba a las 12 del mediodía, por lo que esa noche iba a tener que dormir en el sillón del living. Sus padres no tenían ningún reparo en que me quedara, sabían cómo era la rutina de los visitantes.
Cuando oscureció, antes de ir al único bar de O’Connor, bar que frecuentaba la fauna de todas las edades, dimos una caminata por las periferias del pueblo. Como atractivo turístico me señaló la casa de un tal Cross, un tipo que había sido un modelo famoso en los setenta y que supo ser novio de un diseñador importante. Allí abrigados por la oscuridad de un farol roto, apoyé a mi novia contra la pared y la besé tanto y tan fuerte que se nos irritaron los labios… y suave y muy a la pasada le toqué una teta, la primera teta a una chica de mi vida. En el bar todos conocían a Gabi y tuvo que presentarme, contar quién era, qué hacía, cómo nos habíamos conocido, a qué se dedicaba mi familia y hasta cuándo pensaba quedarme, más de una veintena de veces. Disfrutábamos de nuestras gaseosas tomados de la mano cuando llegaron ellos: los afirmadores de realidad. Ya desde varios minutos antes en todo el pueblo se sintió el retumbe de su música electrónica, pero cuando la trafic se estacionó frente al negocio y bajaron los promotores de un boliche nuevo de Villa Mercedes, supe que algo malo iba a pasar. Yo no sé qué fue, si su sonido moderno o su aspecto de chicos bonitos con remeras a la moda apretadas al cuerpo, pero luego de que Gabi recibiera la tarjeta de invitación ya no volvió a mirarme igual. Desde ese instante esquivó cualquier intento mío por demostrarle afecto.
Nuestra salida se hizo corta. Apenas introdujo la llave en la puerta de casa le puso fin a mi incertidumbre con un hachazo al corazón: no sé qué me pasa, quiero que nos tomemos un tiempo. No me dejó decir ni responder nada. Se metió rápido y apenas hubo cerrado, sin despedirse, se encerró en su cuarto. Toda esa noche lloré sigilosamente en el sillón, herido en mi orgullo porque la aparición de un puto promotor de boliche había corroborado mi fealdad y la indignidad a una chica bonita como Gabi.
El ruido de la actividad familiar nos puso en pie temprano. Mi ahora ex novia evitaba hablarme, pero en cambio muy espaciadamente se mostraba buena anfitriona arrimándome un mate desde la cocina. Tener que esperar el colectivo luego de una derrota así, en condición de visitante, resultaba muy humillante, y cada minuto que pasaba era un gol más que recibía. Para que me entretuviera Gabi señaló el minicomponente del living y dijo que si quería podía entretenerme poniendo música.
Soporté lo que faltaba haciendo una patética pantomima de tocar en la guitarra los riff de Spinetta, Rata Blanca, Pappo y otros artistas nacionales. En algún momento, faltando apenas un rato para la llegada del cole, la culpa derritió un poco del hielo que le impedía verme sufrir y preguntó cómo me sentía y si algún día podría perdonarla. Estaba destrozado, enojado con el mundo, con todos los promotores de boliches y también conmigo mismo; y no, no iba perdonarla, aunque sabía que ella no tenía la culpa de haberse dado cuenta de que era feo. El poco orgullo que me quedaba me impedía confesárselo. Cuchá esta canción, le dije, tiene un solo buenísimo. Empezaba a sonar Soñando por mí de Antonio Birabent. Para desgracia mía la industria musical dice que los solos de guitarra van al final de cualquier canción de 4 minutos, y que deben ser precedidos por un poco de letra y un estribillo. Cómo querés que me sienta hoy / en un túnel que no tiene final / Cómo querés que te mire hoy / si cuando te veo sólo quiero escapar / y ahora seguí mi amor, seguí, soñando por mi... ¡Maldito, Birabent! ¡Buchón y mal tipo! Si en ese pueblo de morondanga jamás habían escuchado tu música, qué necesidad tenías de hacerme quedar como un pelotudo y un arrastrado, qué te costaba decirle a mi ex que ella se lo perdía, que yo me iba a reponer —aunque fuera mentira— y que iba a conseguir una novia más buena y linda que ella —aunque eso fuera imposible— porque el rock’n’roll will never die. Gabi me miró, o creí que me miraba así, como si mi dignidad no valiera gran cosa.
El colectivo arrancó y cuando desapareció por la ventanilla no volví a verla nunca más.

Unos meses más tarde entró al colegio Lucrecia, de quien me enamoré furiosamente y no fui correspondido, pero ya no volví a pensar en Gabi.