Pingüino
No es fácil ser un
pingüino, dijo Peri mientras revolvía el cubito de hielo en su café. Pregunté a
qué se refería y explicó que la ciudad estaba construida por, y para, primates
de clima cálido.
Nos conocíamos de toda la
vida y solíamos juntarnos cada vez que se podía. Siempre se caracterizó por su
vocabulario preciso, su análisis amplio y, sobre todo, por lo enriquecedor de
sus silencios. A veces pasábamos fines de semana enteros jugando al Tetris en
el family-game sin decirnos una palabra.
Estaba de licencia. Trabajaba
en el poder judicial como taquígrafa, hasta que un tipo al que le habían
quitado la custodia de los hijos se voló la cabeza en los pasillos. En el momento
en que apretó el gatillo Peri estaba a su lado en la máquina expendedora de
café. Su cara pintada de granate fue tapa de todos los diarios que dieron la
noticia.
Desde entonces pasaba las
mañanas pescando en el puerto. Mientras esperaba a que picase, jugaba a hacer
figuras con un yoyó o completaba revistas de crucigramas. A veces, cuando el
trabajo lo permitía, me acercaba hasta allí para hacerle compañía.
El primer síntoma de lo
que estaba pasando me lo dio uno de esos sábados de family-game. Caminaba raro,
como juntando las piernas, y había descolgado los cuadros. Cuando pregunté por
una y otra cosa dijo que estaba paspada y en pleno proceso de redecorar.
El sábado siguiente nos
reunimos en casa. A pesar del frío Peri llegó en mangas cortas. Para la cena
llevó un congrio que pescó esa mañana.
Siguieron días en los que
por distintas obligaciones y mandatos familiares no pudimos juntarnos. Mientras
tanto no atendía los llamados. Pasados 10 días sin contacto me preocupé.
Estuve largo rato golpeando
a su puerta hasta que por fin atendió. El interior de la casa era un témpano. Los
aires acondicionados llevaban varios días encendidos. Se excusó que no había
tenido ganas de ver a nadie y me invitó un café. Mientras lo preparaba pedí
entrar al baño. Vi que había mudado su cuarto hasta allí y dormía en la bañera.
Fue entonces que dijo eso de lo difícil que era ser un pingüino. Pensé que
estaba delirando y que el encierro le había hecho mal. Le hice prometerme que
vería urgente a un psicólogo, planeamos próximos campeonatos de Tetris para
cuando estuviera bien, la acompañé hasta su baño/habitación, la dejé en su
bañera/cama, y me despedí.
Una vez en la calle, trepé
a un árbol y, balanceándome entre lianas, volví a casa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario