miércoles, 6 de junio de 2018

Mi amiga Gina

Quise homenajear literariamente a una amiga literaria que se está por mudarse a tierras bávaras, que no puedo nombrar hasta que esté establecida allá por ende la rebauticé Gina, y me salió esto. Me divertí muchísimo escribiéndolo.


Mi amiga Gina





¡Por fin ha escrito Gina! Cuando se mudó a Alemania empezamos a perder el contacto hasta poner nuestro vínculo en el freezer. Hace unos días encontré en mi casilla un mensaje diciendo que estaba muy bien, que sus sueños por fin se estaban cumpliendo, y que me mandaba un regalo, que por favor pasara por el aeropuerto a retirarlo.

Iris insiste en cambiar la moto por un auto familiar. De a poco le voy dando la razón, sobre todo desde la llegada de Lolo, pero me resisto abandonar a mi fiel compañera. Con esto de la encomienda grande tuve que pedirle a Teo, el de la librería, que me prestara la furgoneta. Debo haberme metido mal por la Richieri, porque en pocos kilómetros me topé con dos peajes. El precio del estacionamiento en Ezeiza es absurdo. Casi quinientos pesos contra las monedas que me cobra un trapito en pleno microcentro porteño.

Nos conocimos en el taller de escritura creativa de Castillo. Éramos los más pichones de los concurrentes, y por eso nos hicimos amigos. Acababa de mudarme a Baires y su amistad hizo más amena la adaptación. Un día alguien llevó el primer libro de Stefanía Schulke —una escritora de nuestra edad y además muy bonita— y nos quemó la cabeza.  Cuando salió su segundo título elevamos nuestra admiración a idolatría, y a la autora a nivel Dios.

Entro al aeropuerto. Mucha policía por todos lados, tal vez esté llegando alguna comitiva presidencial. En la puerta de Arribos se agolpan familias a la espera del primo extranjero y mastodontes trajeados que parecen salidos de una película de Stallone con carteles de Mr Algo Wellcome, mientras que por el pasillo se arriman turistas de todos los tamaños y colores. Busco un cartel que indique dónde se retiran las encomiendas, pero rápidamente me olvido lo que pensaba distraído por los trajes entallados de las azafatas que desfilan con sus valijitas por el salón de entrada.

Por esa época Gina se casó con un tipo que había conocido tres semanas antes y se separó tres semanas después. Mientras tanto yo probaba suerte en distintas carreras y disfrutaba de la estabilidad laboral que me daba repartir pizzas con mi motito. En medio de eso publicamos un poemario en conjunto. La plaquette tuvo buena acogida. A Gina la invitaban a lecturas y eventos, y a mí simplemente me invitaban. Comí muchos sanguchitos gracias al talento de mi amiga.
Los suplementos culturales contaban que Schulke había sido premiada por el gobierno alemán y se mudaba a ese país.
Publicamos, también en conjunto, nuestro primer volumen de cuentos; volumen que a ella le valió la propuesta de un coloso editorial y a mí que me leyeran un cuento en la trasnoche de una FM.

Paseo por varias terminales sin que nadie me informe por dónde buscar.  En una pantalla de televisión veo que hay varios vuelos retrasados, y ruego que el que trae la encomienda no sea uno de esos. Entro al Free Shop, consulto el precio de un perfume, y la chica que atiende me explica dónde puedo retirar mi encomienda.

En esa época conocí a Iris y, aunque nos llevábamos para el culo, al poco tiempo alquilamos un monoambiente que se caía a pedazos y no tenía ventanas. Al menos una vez por semana Gina me tenía que alojar en su sillón.
Un día, mientras planeábamos futuras cosas que jamás habríamos de empezar, comentó qué quería irse a vivir a Alemania —dijo Alemania, como pudo haber dicho Turkmenistán, Suazilandia o Vanuatu—, que estaba cansada de la Argentina, que amaba el país pero no quería vivir en él. Hablamos sobre la imposibilidad del desarraigo en la era de las telecomunicaciones y los mapas satelitales, de las salchichas alemanas, de las blondas como Claudia Schiffer, y obvio: de Stefanía Schulke. Que apenas llegara tenía que mandarme una Schulke de regalo, que no importaba si escribía o no, que me gustaba ella. Comentó que si podía, mientras estuviera allá, tomaría un curso con la autora, y que de última arreglábamos: ella se quedaba con el talento y yo con su cuerpo. Nos quejamos un poco más del país y olvidamos el tema.
Tras la publicación en un sello grande y un premio otorgado por la misma editorial, en algunas entrevistas que dio Gina me mencionó como uno de los mejores autores de mi generación. Supe que se trataba de una generosa mentira, pero gracias a ella agoté una edición de 100 ejemplares de un libro de relatos.
Llegó la Feria Internacional del Libro. Una de las estrellas invitadas era Stefanía Schulke. A pesar de que Gina participaba en varias disertaciones y conferencias no conseguimos entradas.
Gina conoció a Mario, y casi de inmediato lo adopté también como amigo. Trabajaba como profesor de inglés en colegios privados de alta alcurnia, y como traductor de la editorial en la que publicaba ella. Así, las noches en que no discutía con Iris y dormía en casa, podía hospedar al echado Mario
Aprovechando la notoriedad adquirida, Gina tuvo la idea de que diéramos en una librería amiga un taller de escritura creativa. Repetíamos viejos ejercicios aprendidos de Castillo y también algunos otros que bajábamos de internet. La concurrencia era buena, y el porcentaje que me tocaba me permitió dejar la pizzería.
Iris quedó embarazada, y el mismo día en que le dieron el Nobel a un ruso sólo conocido por la academia nació Lolo. Y aunque sabíamos que proponer a alguien tan joven era una exageración, nos alegró saber que Schulke estuvo en la nómina del premio.
Posiblemente sí con Iris hubiéramos querido bautizar a Lolo, Gina y Mario habrían sido los padrinos.
Dejamos el monoambiente para mudarnos a un tres habitaciones a dos cuadras de ellos.

Llego. Una larga fila de personas espera a que un operativo policial los deje retirar sus envíos. Cuando veo el acordonado recuerdo a casos como las narcovalijas y pienso que la espera va a dar para largo. Intercambio sonrisas con un niño que, tomado de la mano de su madre, me saca la lengua.

Un domingo a la mañana Gina llegó sin aviso. En unas pesadas cajas traía su biblioteca completa. Me la estaba obsequiando. ¿El motivo? Esa misma tarde volaban rumbo a Frankfurt. Se iban por tiempo indeterminado. Mario continuaría sus traducciones vía internet, y ella buscaría algún trabajo part-time que le dejara espacio para estudiar el nuevo idioma y seguir escribiendo; se había propuesto ingresar al mercado español. Pensaba que podía hacerme cargo del taller y así estar más holgado con mi economía. La noticia era shockeante. Quise ofenderme por no haber estado al tanto de la planificación, pero mi razón me llevaba a convencerme de que ese giro brusco de timón era territorio exclusivo de la pareja, y me estaba vedado.
En el aeropuerto nadie lloró.

Que dos talleristas salieran premiados en certámenes internacionales incrementó la concurrencia, tanto que tuve que poner dos turnos diarios la semana completa.
Saqué una novela, que si bien fue reseñada en varios de los diarios más populares la crítica no tuvo ningún reparo en destruirla.
Nos manteníamos en contacto a través de mails. Casi nunca chateábamos. Mario contaba que la adaptación les resultaba sencilla, que el inglés les permitía moverse muy bien, y que estaba preocupado por el estado nervioso de Gina. Por su parte mi amiga contaba que se aburrían mucho, y que esas frustraciones se descargaban discutiendo por cualquier cosa, que no estaba pudiendo escribir, y que se planteaba seriamente abandonar las letras para dedicarse a algo que la ocupara todo el día. Le contaba de los pequeños progresos de Lolo, de las típicas discusiones con Iris, y de la inserción de algunos de nuestros talleristas en el mundillo editorial. Cuando alguno de nuestros pichones producía algo realmente bueno se lo enviaba como una forma de tenerla presente con el grupo, aunque muy rara vez les hacía una devolución.
De a poco la comunicación se fue espaciando hasta casi disolverse.
Fui invitado por primera vez a la Feria del Libro. Se trataba de un homenaje al gran Castillo. Se lo conté en un mail y no respondió.
Para el año siguiente volvieron a invitarme, esta vez para una disertación sobre talleres de escritura. Compartía mesa con varios autores de primera línea nacional. Tampoco contestó.
Para las fiestas recibí un mail suyo donde escuetamente me deseaba lo mejor para el año por venir, contaba que ya no escribía, y que había podido leer 2 libros de Schulke que salieron directamente en alemán. Le pregunté si había podido conocerla, pero no tuve respuesta.
Lolo empezó jardín y los padres tuvimos que dar charlas sobre nuestros oficios. Fui la estrella de la jornada: Un escritor brillando entre opacos abogados, médicos, empleados públicos y comerciantes. Para la ocasión improvisé una historia de dragones, superhéroes y princesas. Al llegar a casa lo conté en un mail sin esperanza de que me contestara. Pero un texto desde la casilla de Gina rezó: Qué bueno. Lolo debe estar enorme y hermoso. Cariños. G.
Con Iris perdimos un embarazo de 5 meses. Se nos desgarró el corazón. Le escribí en busca de palabras de consuelo y, como ya era costumbre, no respondió.
Pero hace unos días escribió. En el mail contaba que estuvo casi un año sin revisar el correo, pedía disculpas por la incomunicación, y contaba que había vuelto a escribir con una constancia casi obsesiva, y que esperaba pronto poder mostrarme algo de su producción; decía que en sociedades tan aburridas como las del primer mundo se extrañaba a los viejos amigos mucho más de lo habitual, que me quería tanto como siempre, y que acababa de despacharme una encomienda con un regalo que me iba a encantar, que la caja era muy grande y que por favor hoy pasara a retirarla del aeropuerto.

Varios canas entran y salen por una puerta lateral del despacho de encomiendas, uno habla por handy, mientras otros dos piden documentos en la fila y preguntan qué desea hacer cada uno de los que espera. Una señora se pone muy nerviosa, les grita ratis asesinos y trata de golpearlos con la cartera. Pienso ya está, ésta es la de la narcovalija. Los policías no intentan detenerla; por no sé qué cosa del protocolo policías masculinos no pueden detener a una civil femenina, y los tipos cobran hasta que aparece una oficial y con un abrazo inmoviliza a la señora ante la sonrisa cómplice de los testigos.

Mientras continúan pidiendo documentos, entrego el mío y en tono burlón le comento al cana cómo cobraron tus amigos, eh. Pero lejos de sonreír o molestarse, presta atención al nombre escrito en mi DNI. Abre grande los ojos, y antes de que pueda comprender qué pasa ya me tiene inmovilizado en el suelo. Es él, grita y varios policías me rodean apuntándome. Pregunto por qué me detienen y exijo ver a mi abogado —aunque jamás tuve uno—. Entre todos me levantan y me introducen en el despacho de las encomiendas. A un costado veo a varios uniformados tomando muestras de una enorme caja en la que reconozco el nombre de Gina. Mientras me precintan las manos y me exigen guardar silencio, estiro el cuello para ver en qué lío me ha metido mi amiga. En la caja descansa, frío y descerebrado, el precioso cuerpo de nuestra admirada Stefanía Schulke.

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