Mi amiga Gina
¡Por
fin ha escrito Gina! Cuando se mudó a Alemania empezamos a perder el contacto
hasta poner nuestro vínculo en el freezer. Hace unos días encontré en mi
casilla un mensaje diciendo que estaba muy bien, que sus sueños por fin se
estaban cumpliendo, y que me mandaba un regalo, que por favor pasara por el
aeropuerto a retirarlo.
Iris insiste en cambiar la moto por un auto familiar. De a poco le
voy dando la razón, sobre todo desde la llegada de Lolo, pero me resisto
abandonar a mi fiel compañera. Con esto de la encomienda grande tuve que
pedirle a Teo, el de la librería, que me prestara la furgoneta. Debo haberme
metido mal por la Richieri, porque en pocos kilómetros me topé con dos peajes.
El precio del estacionamiento en Ezeiza es absurdo. Casi quinientos pesos
contra las monedas que me cobra un trapito en pleno microcentro porteño.
Nos
conocimos en el taller de escritura creativa de Castillo. Éramos los más
pichones de los concurrentes, y por eso nos hicimos amigos. Acababa de mudarme
a Baires y su amistad hizo más amena la adaptación. Un día alguien llevó el
primer libro de Stefanía Schulke —una escritora de nuestra edad y además muy
bonita— y nos quemó la cabeza. Cuando
salió su segundo título elevamos nuestra admiración a idolatría, y a la autora
a nivel Dios.
Entro al aeropuerto. Mucha policía por todos lados, tal vez esté
llegando alguna comitiva presidencial. En la puerta de Arribos se agolpan
familias a la espera del primo extranjero y mastodontes trajeados que parecen
salidos de una película de Stallone con carteles de Mr Algo Wellcome, mientras que por el pasillo se arriman turistas
de todos los tamaños y colores. Busco un cartel que indique dónde se retiran
las encomiendas, pero rápidamente me olvido lo que pensaba distraído por los
trajes entallados de las azafatas que desfilan con sus valijitas por el salón
de entrada.
Por
esa época Gina se casó con un tipo que había conocido tres semanas antes y se
separó tres semanas después. Mientras tanto yo probaba suerte en distintas
carreras y disfrutaba de la estabilidad laboral que me daba repartir pizzas con
mi motito. En medio de eso publicamos un poemario en conjunto. La plaquette
tuvo buena acogida. A Gina la invitaban a lecturas y eventos, y a mí
simplemente me invitaban. Comí muchos sanguchitos gracias al talento de mi
amiga.
Los
suplementos culturales contaban que Schulke había sido premiada por el gobierno
alemán y se mudaba a ese país.
Publicamos,
también en conjunto, nuestro primer volumen de cuentos; volumen que a ella le
valió la propuesta de un coloso editorial y a mí que me leyeran un cuento en la
trasnoche de una FM.
Paseo por varias terminales sin que nadie me informe por dónde
buscar. En una pantalla de televisión veo que hay varios vuelos
retrasados, y ruego que el que trae la encomienda no sea uno de esos. Entro al
Free Shop, consulto el precio de un perfume, y la chica que atiende me explica
dónde puedo retirar mi encomienda.
En
esa época conocí a Iris y, aunque nos llevábamos para el culo, al poco tiempo alquilamos
un monoambiente que se caía a pedazos y no tenía ventanas. Al menos una vez por
semana Gina me tenía que alojar en su sillón.
Un
día, mientras planeábamos futuras cosas que jamás habríamos de empezar, comentó
qué quería irse a vivir a Alemania —dijo Alemania, como pudo haber dicho
Turkmenistán, Suazilandia o Vanuatu—, que estaba cansada de la Argentina, que
amaba el país pero no quería vivir en él. Hablamos sobre la imposibilidad del
desarraigo en la era de las telecomunicaciones y los mapas satelitales, de las
salchichas alemanas, de las blondas como Claudia Schiffer, y obvio: de Stefanía
Schulke. Que apenas llegara tenía que mandarme una Schulke de regalo, que no
importaba si escribía o no, que me gustaba ella. Comentó que si podía, mientras
estuviera allá, tomaría un curso con la autora, y que de última arreglábamos:
ella se quedaba con el talento y yo con su cuerpo. Nos quejamos un poco más del
país y olvidamos el tema.
Tras
la publicación en un sello grande y un premio otorgado por la misma editorial, en
algunas entrevistas que dio Gina me mencionó como uno de los mejores autores de
mi generación. Supe que se trataba de una generosa mentira, pero gracias a ella
agoté una edición de 100 ejemplares de un libro de relatos.
Llegó
la Feria Internacional del Libro. Una de las estrellas invitadas era Stefanía
Schulke. A pesar de que Gina participaba en varias disertaciones y conferencias
no conseguimos entradas.
Gina
conoció a Mario, y casi de inmediato lo adopté también como amigo. Trabajaba
como profesor de inglés en colegios privados de alta alcurnia, y como traductor
de la editorial en la que publicaba ella. Así, las noches en que no discutía
con Iris y dormía en casa, podía hospedar al echado Mario
Aprovechando
la notoriedad adquirida, Gina tuvo la idea de que diéramos en una librería
amiga un taller de escritura creativa. Repetíamos viejos ejercicios aprendidos
de Castillo y también algunos otros que bajábamos de internet. La concurrencia era
buena, y el porcentaje que me tocaba me permitió dejar la pizzería.
Iris
quedó embarazada, y el mismo día en que le dieron el Nobel a un ruso sólo
conocido por la academia nació Lolo. Y aunque sabíamos que proponer a alguien
tan joven era una exageración, nos alegró saber que Schulke estuvo en la nómina
del premio.
Posiblemente
sí con Iris hubiéramos querido bautizar a Lolo, Gina y Mario habrían sido los
padrinos.
Dejamos
el monoambiente para mudarnos a un tres habitaciones a dos cuadras de ellos.
Llego. Una larga fila de personas espera a que un operativo
policial los deje retirar sus envíos. Cuando veo el acordonado recuerdo a casos
como las narcovalijas y pienso que la espera va a dar para largo. Intercambio
sonrisas con un niño que, tomado de la mano de su madre, me saca la lengua.
Un
domingo a la mañana Gina llegó sin aviso. En unas pesadas cajas traía su
biblioteca completa. Me la estaba obsequiando. ¿El motivo? Esa misma tarde
volaban rumbo a Frankfurt. Se iban por tiempo indeterminado. Mario continuaría
sus traducciones vía internet, y ella buscaría algún trabajo part-time que le
dejara espacio para estudiar el nuevo idioma y seguir escribiendo; se había
propuesto ingresar al mercado español. Pensaba que podía hacerme cargo del taller
y así estar más holgado con mi economía. La noticia era shockeante. Quise
ofenderme por no haber estado al tanto de la planificación, pero mi razón me
llevaba a convencerme de que ese giro brusco de timón era territorio exclusivo
de la pareja, y me estaba vedado.
En
el aeropuerto nadie lloró.
Que
dos talleristas salieran premiados en certámenes internacionales incrementó la
concurrencia, tanto que tuve que poner dos turnos diarios la semana completa.
Saqué
una novela, que si bien fue reseñada en varios de los diarios más populares la
crítica no tuvo ningún reparo en destruirla.
Nos
manteníamos en contacto a través de mails. Casi nunca chateábamos. Mario
contaba que la adaptación les resultaba sencilla, que el inglés les permitía
moverse muy bien, y que estaba preocupado por el estado nervioso de Gina. Por
su parte mi amiga contaba que se aburrían mucho, y que esas frustraciones se
descargaban discutiendo por cualquier cosa, que no estaba pudiendo escribir, y que
se planteaba seriamente abandonar las letras para dedicarse a algo que la
ocupara todo el día. Le contaba de los pequeños progresos de Lolo, de las
típicas discusiones con Iris, y de la inserción de algunos de nuestros
talleristas en el mundillo editorial. Cuando alguno de nuestros pichones producía
algo realmente bueno se lo enviaba como una forma de tenerla presente con el
grupo, aunque muy rara vez les hacía una devolución.
De
a poco la comunicación se fue espaciando hasta casi disolverse.
Fui
invitado por primera vez a la Feria del Libro. Se trataba de un homenaje al
gran Castillo. Se lo conté en un mail y no respondió.
Para
el año siguiente volvieron a invitarme, esta vez para una disertación sobre
talleres de escritura. Compartía mesa con varios autores de primera línea
nacional. Tampoco contestó.
Para
las fiestas recibí un mail suyo donde escuetamente me deseaba lo mejor para el
año por venir, contaba que ya no escribía, y que había podido leer 2 libros de
Schulke que salieron directamente en alemán. Le pregunté si había podido
conocerla, pero no tuve respuesta.
Lolo
empezó jardín y los padres tuvimos que dar charlas sobre nuestros oficios. Fui
la estrella de la jornada: Un escritor brillando entre opacos abogados,
médicos, empleados públicos y comerciantes. Para la ocasión improvisé una
historia de dragones, superhéroes y princesas. Al llegar a casa lo conté en un
mail sin esperanza de que me contestara. Pero un texto desde la casilla de Gina
rezó: Qué bueno. Lolo debe estar enorme y
hermoso. Cariños. G.
Con
Iris perdimos un embarazo de 5 meses. Se nos desgarró el corazón. Le escribí en
busca de palabras de consuelo y, como ya era costumbre, no respondió.
Pero
hace unos días escribió. En el mail contaba que estuvo casi un año sin revisar
el correo, pedía disculpas por la incomunicación, y contaba que había vuelto a
escribir con una constancia casi obsesiva, y que esperaba pronto poder
mostrarme algo de su producción; decía que en sociedades tan aburridas como las
del primer mundo se extrañaba a los viejos amigos mucho más de lo habitual, que
me quería tanto como siempre, y que acababa de despacharme una encomienda con un
regalo que me iba a encantar, que la caja era muy grande y que por favor hoy
pasara a retirarla del aeropuerto.
Varios canas entran y salen por una puerta lateral del despacho de
encomiendas, uno habla por handy, mientras otros dos piden documentos en la
fila y preguntan qué desea hacer cada uno de los que espera. Una señora se pone
muy nerviosa, les grita ratis asesinos y trata de golpearlos con la
cartera. Pienso ya está, ésta es la de la narcovalija. Los
policías no intentan detenerla; por no sé qué cosa del protocolo policías
masculinos no pueden detener a una civil femenina, y los tipos cobran hasta que
aparece una oficial y con un abrazo inmoviliza a la señora ante la sonrisa
cómplice de los testigos.
Mientras continúan pidiendo documentos, entrego el mío y en tono
burlón le comento al cana cómo cobraron tus amigos, eh. Pero lejos de
sonreír o molestarse, presta atención al nombre escrito en mi DNI. Abre grande
los ojos, y antes de que pueda comprender qué pasa ya me tiene inmovilizado en
el suelo. Es él, grita y varios policías me rodean apuntándome. Pregunto
por qué me detienen y exijo ver a mi abogado —aunque jamás tuve uno—. Entre
todos me levantan y me introducen en el despacho de las encomiendas. A un
costado veo a varios uniformados tomando muestras de una enorme caja en la que
reconozco el nombre de Gina. Mientras me precintan las manos y me exigen
guardar silencio, estiro el cuello para ver en qué lío me ha metido mi amiga.
En la caja descansa, frío y descerebrado, el precioso cuerpo de nuestra
admirada Stefanía Schulke.
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