Éste fue un cassette que me regaló mi abuelo para mi cumpleaños 14, y los meses que me duró me partió la cabeza. Fue la transición de la porquería que sonaban la radio al rock nacional. Hasta el día de hoy lo escucho y me gustan todas sus canciones.
En un recreo lo sustrajeron de mi mochila y nunca supe quién fue. Afortunadamente un amigo con un doble casetera me lo repuso días después.
Para el libro, por cuestión de extensión, tuve que dejar afuera algunas canciones.
3980
Inspirado en el álbum 3980
de Vilma Palma e Vampiros
No somos nada
me cansé de ser bueno
soy muy mal actor
Tenía 14
años y, como todos los pibes de mi edad, buscaba definirme según el espejo de
un artista, buscar en la música palabras que dibujaran mi personalidad. Los
pibes que conocía se vestían y hablaban como los cantantes de moda, ellos eran
su modelo de éxito en la vida. Las chicas se morían por cantantes como Axl
Rose, Bon Jovi o Diego Torres.
Algunos se
habían oxigenado el cabello para parecerse a Kurt Cobain. Aunque tenía el caset
de Nevermind y me gustaba, tenía dos
reparos para intentar parecerme al de Nirvana. Mi tez era muy oscura y el
amarillo patito en la cabeza no me hubiera quedado. La otra era que el gringo
loco del cantante estaba siempre triste, y a esa edad ya había descubierto que
siempre era mejor reír que llorar.
Después
estaban los chabones a los que despectivamente llamábamos chetos, que
escuchaban marcha, ritmo monótono que se parecía mucho a la percusión que
traían los pianitos chinos. Usaban el pelo rapado a los costados con
importantes jopos y siempre empilchados a la moda. Además de no gustarme su
música sin palabras, el bolsillo de mis viejos apenas daba para que yo tuviera
unas pocas prendas baratas al año.
El reggae
de esa época era Los Pericos y Diego Torres con su disco Tratar de estar mejor. Quienes escuchaban a cada uno eran
adolescentes muy distintos. Los de Los Pericos eran chicos de pocas palabras,
que se comportaban como babosas y que como sello característico usaban siempre
un potente perfume dulzón. Los de Diego Torres, en cambio, usaban unos anchos
pantalones bahianos y se colgaban cuantos collares y aritos vendieran en los
paseos de artesanos. Eran sonidos simpáticos y alegres, pero sus letras estaban
muy lejos de hablar de mí.
El punk de
esos años llegaba con el redescubrimiento de los Ramones. Por alguna razón que
no entendía, quienes lo escuchaban siempre estaban enojados con el mundo y
lucían una dudosa higiene.
El metal
que se escuchaba era el de Rata Blanca y el de Iron Maiden, artistas que
tocaban tan rápido que todo sonaba igual. Los pocos metaleros que conocía eran
tipos soberbios que vestían de negro y que trataban al resto de la humanidad
como débiles mentales por no entender su música.
A
diferencia de los pocos amigos que tenía, no podía pretender demasiada
aceptación ni éxito social. Me sabía feo. A mi edad medía un metro noventa y
cuatro y pesaba más de 130 kilos. Y eso no iba a cambiar escuchara a quien
escuchara.
Ese año vino
a tocar a San Luis Vilma Palma. No los conocía. Sabía que era la banda de moda,
y lo sabía porque se lo había escuchado a alguien en un recreo, pero las radios
no pasaban sus canciones. Fui a la Feria Industrial porque mi mamá había
conseguido una changa en un stand. Sabía que a la noche había espectáculos
musicales.
Cuando a la
distancia escuché al Pájaro Gómez entonar la primera canción supe que tenía
algo para decirme. Atravesé el complejo y me adentré en el anfiteatro. La
canción terminaba y la gente aplaudiendo de pie obstruía la vista al escenario.
Apenas comenzó a sonar Auto Rojo el público empezó a saltar, uno me chocó y rodé
unos pocos escalones. Cuando por fin pude ver el escenario quedé embobado. La
misma música me estaba enviando un mensaje. El sonido simple de la banda nada
tenía que ver con su esencia. El Pájaro Gómez tenía campera negra de cuero,
jeans rotos y el pelo largo suelto, y con cada movimiento hacía bailar a su
antojo a miles de personas. No había nada más heavy que eso. Y sobre todo: a
pesar de su aspecto de tipo duro, se divertía. Las chicas se morían al verlo
cantar.
A la semana
siguiente me compré el caset de 3980
e hice todo lo posible para parecerme al cantante.
Una, dos y tres
No hay nada más que tus ojos puedan quebrar con pasión
yo siento bien toda la fuerza que me incita a golpear
Al Pitufo
Russo lo conocía desde siempre. Era de la División B. Normalmente andaba
solitario en los recreos. Era, igual que yo, un indeseable, uno de esos pibes
retraídos proclive a los chistes fáciles de los abusones del colegio.
Estaba
Servini, un rubio grandote de quinto año, que disfrutaba de tirarle puñetazos
sorpresa a los más introvertidos de cada curso. Cuando las víctimas,
sorprendidas y con los ojos húmedos de injusticia, intentaban reprocharle algo,
el abusador se les adelantaba gritando: ¡Miren!
El mariconcito tiene ganas de llorar. ¡Dale, putito! Andá a acusarme.
Ninguno de los pibes se había animado a delatarlo, y el preceptor, aunque desde
su escritorio veía lo que pasaba, no tenía intenciones de intervenir mientras
ningún padre se quejara. Hasta el momento mi tamaño me mantenía a salvo suyo.
Esa mañana
el Pitufo estaba sentado en un cantero del patio escuchando su walkman. Me
llamaba la atención lo abstraído que estaba y cómo brillaba lo plateado del
esqueleto de sus auriculares. Sentí curiosidad por él, tuve ganas de hablarle
por primera vez y preguntarle qué escuchaba cuando apareció Servini escoltado
por sus esbirros. De un salto subió al cantero y le tiró un puntapié a los
riñones. La secuencia fue tan rápida que no me dejó tiempo de advertirle para
que se corriera o cubriera. El Pitufo primero se abrazó al árbol y luego cayó
al suelo retorciéndose de dolor. Con un hilo de voz maldecía su suerte y
trataba de que no se le escapara una lágrima que lo humillara aún más. El rubio
se giró hacia los dos boludos que lo vivaban y comenzó su habitual monólogo. ¡Miren! ¿El putito tiene ganas de llorar?
¿Me quiere acusar con sus papis? ¡Pero qué maricón que salió este petiso! Una… Y quedó boqueando por aire. El
golpe que le tiré al estomago fue tan veloz que no me vio venir. Dos… Lo agarré de los pelos y le froté
la cara contra la corteza del árbol. Los amigotes del abusador miraban ajenos a
la escena. De repente todo el colegio se agolpó a nuestro alrededor para ver
cobrar a Servini. El rubio se tomaba la cara y me juraba futuras palizas. El
patio entero le cantaba a coro ¡Que
llore! ¡Que llore! Tres… Callé
sus puteadas con un sonoro cachetazo en su sien. Ven, tómame… Masticando el desplome de su imagen atemorizante quiso
huir atravesando el muro de espectadores. Al pasar varios le tiraron golpes y
patadas.
Ayudé al
Pitufo a levantarse. Indiqué el walkman preguntándole qué tenía. El caset de Vilma Palma dijo y supe que
seríamos mejores amigos.
Auto Rojo
Te llevé por la ruta que va a al sur,
"nene ¿no vas rápido?" dijiste mirándome extrañada.
El padre
del Pitufo era Chapista.
Una siesta
me llamó por teléfono y pidió que lo esperara en la esquina de casa. Pocos
minutos después apareció en un Fiat Duna de un rojo furioso. Al subir pregunté
si era el auto familiar.
—No, no le
conozco el nombre a todos los clientes de mi viejo.
Don Russo
tomaba unas pastillas para el corazón que lo hacían dormir profundamente, y
siempre que lo devolviera antes de las cinco de la tarde —horario en el que su
padre empezaba a despertar en cuotas— podía sacar los coches ajenos del taller.
El Pitufo
usaba un calzado varios números más grandes para poder llegar con lo justo
hasta los pedales.
Apenas
arrancamos buscó en el estéreo una canción del lado B de un caset que sacó de
su bolsillo: empezaba a sonar Auto Rojo.
Durante
casi una hora estuvimos paseando sin rumbo, dando vueltas por el centro.
Cuando
pasábamos frente a la Normal de Mujeres vimos a dos chicas de nuestra edad
esperando el colectivo. No eran lindas, pero tampoco podíamos considerarlas
fuleras. Una tenía un moño en la cabeza y la otra usaba el pelo corto al mejor
estilo Araceli González.
—Baja el
vidrio y deciles algo —sugirió el Pitufo.
—Y qué les
digo.
—No sé,
asustalas.
Bajé la
ventanilla mientras mi amigo acercaba el auto a la parada. Poniendo mi mejor
cara de sátiro les dije en un tono seco:
—Chicas
¡suban! —Se miraron desconcertadas y la que tenía el moño preguntó a dónde las
llevaríamos—. ¡Qué te importa! ¿No me escuchaste? ¡Suban! —Les grité en tono
imperativo.
Volvieron a
mirarse entre ellas como consultándose una a la otra qué debían hacer, en qué
dirección salir corriendo. De reojo observé a mi amigo haciendo una mala mueca
de pervertido y me costó apagar una carcajada que quería dispararse. Pero para
nuestra sorpresa la de pelo corto abrió la puerta trasera y se acomodó. La del
moño la siguió. Ahora yo, desconcertado miraba al Pitufo preguntándole qué
hacíamos, qué les decíamos, a dónde las llevábamos, y él ya con el auto
arrancado se hacía el concentrado en el poco tránsito de esa hora para no tener
que timonear la situación. Las chicas nada decían y nosotros tampoco, apenas se
escuchaba el suave ronroneo del motor y la música de Vilma Palma.
Durante más
de cuarenta minutos estuvimos paseando a ritmo tranquilo por la zona céntrica
de la ciudad. A las cuatro y media el Pitufo por fin se animó a pronunciar sus
primeras palabras y dijo que tenía que devolver el auto, que si no lo mataban. Preguntó
a las chicas dónde las dejábamos, y la del moño dijo que en la parada donde las
habíamos recogido estaba bien. Cuando se bajaban la que era parecida a Araceli
González comentó que a ellas también les gustaba Vilma Palma, pero la otra la
corrigió, dijo que a ella su música le daba igual, que lo que a ella le gustaba
era el cantante. Las despedimos y arrancamos con urgencia. No les habíamos
pedido sus nombres. ¡Una pena! Nunca más las volveríamos a ver.
Me vuelvo loco por vos
es por que oigo voces en mi placard
que solo critican por joder
—¿No has
pensado, Gordo —me dijo echado en su cama. Frente a él, sentado en la cama de
visitas yo rebobinaba un caset con una lapicera—, que cada uno de nosotros
lleva adelante una búsqueda en particular que nos trasciende y que nos define?
—¿De dónde
sacaste eso?
—Lo escuché
en la trasnoche de la radio. La verdad no se entiende un carajo, pero suena
interesante. Imaginate, podés usarlo para chamullarte a una minita. Hola Bombón, mi búsqueda trascendental sos
vos.
Golpearon
la puerta del cuarto. Sin esperar contestación don Russo asomó la cabeza.
—¿Qué
hacen?
—Nada, Papá.
¿Qué otra cosa podemos hacer?
—¿No serán
medio mariconcitos ustedes? Siempre encerraditos escuchando música. ¡Nunca una
mina!
—¿Sabés
qué, viejo? Nos encantaría tener chicas escondidas en el ropero o debajo de la
cama. Pero en este mundo frívolo en el que nos ha tocado nacer, no queremos que
las mujeres nos consideren sólo una cara bonita, porque me has heredado muy
buenos genes, ni que nos quieran por la billetera, porque además también me
heredaste una buena posición. Entonces sí, nos la pasamos encerraditos, como
decís, escuchando música de maricones mientras esperamos que nuestra princesa
azul entre por esa puerta que vos estás obstruyendo ahora. Mientras tanto
pensamos en cuál es nuestra búsqueda que ha de definirnos y nos trascenderá.
Don Russo masticó
la ensalada de reproches, frustraciones y teorías filosóficas de trasnoche que
le tiró su hijo como munición pesada.
—Está bien
—dijo con cara de no entender—. Sigan haciendo nada —y huyó humillado.
—Vilma
Palma no es música de maricones —comenté con tono de fastidio.
Otra canción de amor
No sé por qué nos prometimos no herirnos más
No sé por qué nunca vimos más allá
—Mirá esa
mina —me dijo detrás sus lentes oscuros el Pitufo.
A diez
metros nuestro en el otro lateral de la pileta, una chica apenas mayor que
nosotros se secaba al sol. No era un minón pero sin dudas era de lo mejor que
se podía encontrar en la económica pileta del club.
—¿Qué tiene
esa mina?
—Nada. Nos
miraba con ganas.
—Nah. Estás
delirando. ¿Justo a nosotros, que somos los hermanos idénticos de Tom Cruise,
nos va a estar mirando?
—¿Qué
tiene? Si no me creés, prestale atención y vas a ver lo que te digo.
Era
increíble, pero efectivamente la chica miraba con insistencia hacia donde
nosotros estábamos como si quisiera que la notáramos y nos sonreía.
—¿Cuál de
los dos creés que es el que le gusta? —Pregunté.
—Yo, obvio
—respondió con tono soberbio—. Soy petiso, pero al menos no soy gordo.
—No te
olvides que el hombre sigue siendo un animal —dije tratando de reparar mi
orgullo herido y repetía esa frase que mamá me decía para consolarme por mi
obesidad—. En muchas especies las hembras eligen al macho por su tamaño.
La chica se
acomodó, se sentó en el borde y sumergió los pies. Volvió a mirar con una
sonrisa y levantó un brazo como saludándonos. Chocamos entre nosotros
intentando ganar un lugar que nos hiciera más visible para ella. Pero con dos
pitidos que llegaban de detrás nuestro el musculoso y bronceado bañero la
saludaba con su silbato.
—Uno más a
mi lista de amores que no fueron —dije para mí masticando mi fracaso.
—Otra
canción de amor, gordo, otra canción de amor… —comentó a manera de consuelo y
se lanzó de cabeza a la pileta.
Mojada
Una lluvia de mil rostros nos empapó
y vos te quedaste mal
mojada hasta los pies por llorar
Una larga
cola de chicos y chicas esperaba entrar al hotel Dos Venados. Era el cumpleaños
de no sé quién, y la tarjeta de invitación resultó muy fácil de falsificar. Me
animaba a pensar que toda la cola era de entradas falsas. Mientras esperábamos
escuché varias veces que Catalina Natacelli estaría dentro. Me habían hablado
de ella, de la hija del doctor Natacelli, de que era por afano la chica más
linda de San Luis, de que algunas agencias de modelos de Buenos Aires ya la
habían tentado para irse, que una chica como ella podía saltar en poco tiempo a
las pasarelas europeas, pero que su padre no la autorizaba hasta terminar el
colegio. Muchos de los no-invitados eran descubiertos en la entrada y echados.
Muchos otros, que sabíamos de lo trucho de las invitaciones, tenían suerte y
pasaban. Tras una hora de espera, cuando entregamos nuestras entradas a los de
seguridad se empezaron a reír. ¿Y si en
lugar de colarse a fiestas se ponen a estudiar? ¡Burros! Miré la mía y los
entendí, el Pitufo había escrito INBITASIÓN. Puteé a mi amigo por ser tan
bestia, cómo podía escribir tan mal. Me dijo que no me preocupara, que conocía
otra manera de entrar al hotel pero que íbamos a tener que arremangarnos, que
lo acompañara por el patio. Apenas hubo cruzado una verja un patovica lo agarró
del cuello y empezó a sacudirlo. Salté para auxiliarlo, para quitárselo de las
manos y evitar que lo lastimaran cuando unos brazos delicados me tomaron. Se
trataba de la mujer más hermosa que jamás hubiera visto. No adivinaba cuántos
años podía tener, es que mujeres tan hermosas podían tener 15 años como
nosotros o bien podían ser la esposa de un empresario exitoso y aparecer
acompañándolo en la tapa de una revista de moda.
—Señor —me
dijo. Tenía las palabras en una cadencia pastosa. Se notaba que estaba
borracha—. Me llamo Catalina Natacelli. Me siento mal. ¿Me puede llevar a mi
casa?
Era
evidente que por mi tamaño me había confundido con el personal de seguridad.
Al Pitufo
ya lo soltaban, y con un ruidoso cachetazo le ordenaron desaparecer.
Le dije a
la chica que sí, que podía acompañarla hasta su casa, que no tenía auto, pero
que mejor si íbamos caminando, que así se le pasaría la curda, que no podía
llegar en ese estado a su casa. Mi amigo, todavía frotándose la cara se acercó
hasta nosotros y preguntó hasta dónde la teníamos que acompañar. Le tiré otro
cachetazo.
—¿Qué? ¿No
escuchaste, pendejo? ¡Desaparecé!
Salimos del
hotel. Tomamos por Sucre y empezamos a caminar con rumbo Norte. Muchos de los
que todavía hacían cola, los que me conocían y los que no, me señalaban y me
envidiaban. Mirá con la mina que se va el
gordo, decían.
Caminamos
dos cuadras. En ese trayecto relampagueó un par de veces. Preguntó si podíamos
llegar a su casa antes de que se largara, y le respondí que si se apuraba era
muy probable que sí. Continuamos. A los pocos metros pidió que la ayudara a
llegar hasta un cantero y amagó a vomitar. Se le sacudía la panza y le caía un
hilo de baba. Era una mujer tan hermosa que ni la desagradable situación le
hacía perder encanto. Esperé a que se recompusiera un poco sobándole la
espalda. Empezaban a caer las primeras gotas cuando pidió retomar el camino.
Nada contaba de ella y nada preguntaba de mí. Mejor así, pensé. Si le explicaba
la confusión, por más buenas que hubieran sido mis intenciones no me hubiera
dejado acompañarla. ¡Maldita naturaleza! Si el borracho que hubiese necesitado
ayuda, hubiera sido yo, gordo y feo, solamente me hubiera acompañado un muy
buen amigo, pero ella era tan hermosa, que cualquier pibe la hubiera auxiliado.
Pocos metros antes de llegar a avenida España la lluvia empezó a caer copiosa y
helada. Catalina tiritaba cada vez más y de golpe todo lo que había tomado le
salió exorcizado por la boca. Apenas tuvo tiempo de acomodar el cuerpo para que
el vómito no la salpicara. Cuando terminó de sacar todo de su estómago se
desvaneció. Alcancé a agarrarla para que no cayera sobre su charco. Le hablaba
pero no reaccionaba. Apenas se notaba su respiración. La alcé y busqué refugio
en el toldo de un comercio. Me acomodé en la ventana y la puse cerca mío. La
abracé para darle un poco de calor y evitar que se cayera. ¿Qué hacía? Estaba
con la mina más deseada de San Luis sólo para mí, pero la tenía dada vuelta de
la curda y no tenía a quien pedirle que me ayudara a ayudarla. La miraba y no
podía creer mi suerte, ni la buena ni la mala. Su camisa empapada se le pegaba
al cuerpo. Se le notaban los pezones helados y rígidos y eso me la puso dura. Y
para colmo Catalina se acomodó y dejó su cara pegada a la mía, su boca apenas a
un dedo de mi boca como buscando mi aliento para que la entibiara. En ese
momento pensaba más en mi poronga dura que en su aliento rancio. No terminaba
de decidirme a besarla cuando la luz de un auto que estacionaba en frente
nuestro nos atravesó.
—¡Soltá a
mi hija! ¡Gordo hijo de puta! —Me gritó el tipo que se bajaba.
No supe qué
hacer. Todavía era inocente de cualquier cosa que se me pudiera acusar pero el
enojo de su padre me daba tanto miedo que no me salían las palabras.
—Papá, el
señor me estaba llevando a casa cuando se largó a llover —le balbuceó tratando
de incorporarse.
El doctor
Natacelli la ayudó a levantarse y cubriéndola con su campera la entró al auto.
—Perdón,
gordo —me dijo después mientras me extendía un billete de 20 pesos—. Sos tan
grandote que desde el auto no me di cuenta que tenés la misma edad que
Catalina. Haceme caso. No pierdas el tiempo, las chicas como mi hija no son
para tipos como vos.
Llovió
cuatro noches seguidas.
Te quiero tanto
Aunque el cielo se ponga
rojo de tanto misil
quiero contar hasta diez
quiero cantar para mi
Un sábado
alquilamos las tres películas de La Guerra de la Galaxias y nos propusimos
verlas esa misma noche. Miramos las primeras dos de corrido y a eso de las
cuatro de la mañana se nos ocurrió ir a comprar una Coca y cigarrillos sueltos.
Desde casa hasta el quiosco de Plaza Pringles —el único que atendía 24 horas en
aquella época— demoramos unos veinte minutos.
Fumamos los
cigarrillos ahí mismo. El humo me provocó una tos seca y me mareó un poco. Ya
con la gaseosa bajo el brazo emprendimos el regreso atravesando la plaza.
Íbamos tarareando a coro no sé qué canción. Cuando pasábamos por la estatua un
grupo de pibes apenas más grandes que nosotros nos chistó desde un banco para
que nos callaramos. Los ignoramos y seguimos nuestro repertorio. Apenas una
estrofa después nos habían rodeado como pirañas. A los que cantan música de chetos los hacemos cagar, Denos plata o los
matamos, ¡Qué rico! Nos trajeron una Coca de regalo y cosas parecidas nos
decían mientras nos tiraban empujones para intimidarnos. Estaba muerto de
miedo.
—Cuatro
contra dos. ¡Ustedes sí que son machazos! —les tiró el Pitufo.
—Y vos
tenés unos huevos gigantes para ser tan jetón —le contestó uno y le cruzó la
cara de un cachetazo.
Instintivamente
le tiré un empujón al agresor pensando que al verme entrar en acción se
asustarían por mi tamaño y abortarían. Pero el flaco me esquivó y a contrabrazo
me tiró un revés que en mi nariz sonó como látigo y me hizo brotar sangre. Tan
caliente como asustado les arrojé la botella como proyectil que apenas alcanzó
a rozar a uno y me puse a tirar piñas y patadas al montón. Los pibes esquivaban
todas y me devolvían tres por cada una que erraba. En sólo unos segundos
estábamos tirados en el piso manchado de bosta de palomas, ovillándonos,
intentando evitar que los golpes nos costarán más de lo que ya estaban
costando. Apenas sentía el dolor de algún puntapié aislado. Notaba como cada
golpe me sacudía y para mis adentros rogaba perder pronto la conciencia. Y de repente
el silbato salvador de unos policías que pasaban por ahí espantó a los
patoteros al tercer chiflido.
Lloraba de
impotencia mientras los canas me ayudaban a incorporar. A mi lado, con la cara
ensangrentada, el Pitufo reía nervioso y provocador mientras cantaba Te quiero tanto, u-oh, te quiero tanto...
Travestis
si quieren placer vayansé de aquí
acá todos son travestis
Miércoles a
mediados de Enero. Medianoche. Sensación térmica: 34 grados. Con el Pitufo
esperábamos que la pastillita le hiciera efecto a su padre o bien para que
moviendo las perillas de su televisor pudiéramos enganchar Venus en blanco y
negro y un poco llovido, o bien para sacar uno de los autos del taller. Cuando
por fin don Russo inundó la casa con sus ronquidos optamos por el Fiat 128
preparado para picar.
Dimos
varias vueltas por el centro. Casi toda la ciudad dormía, se reponía del calor
que la había castigado durante el día. Sólo se veía algo de movimiento en los
exclusivos bares de la avenida Illia, bares a los que iban pibes un poco más
grandes que nosotros, hijos de la aristocracia política de la ciudad. Desde la
ventanilla del auto enumerábamos con el dedo bar radical, bar peronista y en el
medio las mejores minas de San Luis. Nos avergonzaba pasar entre tantos últimos
modelos con uno que ni siquiera era nuestro.
No
resignados a irnos a dormir apenas salir, el Pitufo encaró para el fondo de
avenida España. Estacionó frente a un trío de travestis que esperaban sus primeros
clientes de la noche y probablemente de la semana.
—¿Te les
animás? —Preguntó.
No
respondí. Además de no animarme, tampoco pensé que hablara en serio. Pero al
ver que una travesti rubia se acercaba hasta la ventanilla y que mi amigo
bajaba el vidrio me empecé a asustar.
—¡Tan
chiquitos y tan cochinos! —Dijo la rubia y sin esperar metió la cabeza y nos
tiró el humo del cigarrillo—. ¿En qué podemos complacerlos, bombones?
Era muy fea.
Las marcas de la cara denunciaban unos cuarenta y largos y además tenía sombra
de barba. El Pitufo amagó a decir algo y se arrepintió a medio camino. Ella le
puso cara de fastidio.
—Mi amigo —dijo
al fin y me señaló— dice que la tiene más larga que ustedes.
No era
gracioso. Le tenía miedo a las travestis y él las provocaba para que se la
agarraran conmigo.
La rubia
tiró una carcajada fingida y les gritó a las otras ¡Tenemos un pajerito más! que inmediatamente se acercaron y
rodearon el auto. La que estaba más cerca del Pitufo se empeñaba en mostrar una
navaja que había sacado de la cartera.
—¿Sabés
qué, pendejo pelotudo? Se necesita mucho huevo para ser travesti, más huevo que
para ser un mocoso malcriado que le roba el auto a papá y sale a molestar a
unos pobres putos que tratan de ganarse el pan.
—Pero mi
amigo… —chistó con la voz aflautada.
—¡No lo
metas al gordo maricón éste! ¡Vos me molestaste! ¡A ver! Mostramela, ya que te
creés tan capo. A ver si es más larga que la mía. —y apenas levantándose la minifalda
asomó una pija enorme.
En ese
instante la de la navaja abrió una de las puertas traseras y saltó dentro. Las
otras hicieron lo mismo.
—Ahora,
pendejos de mierda, ya que no nos van a dar trabajo, nos van a llevar a pasear —dijo
la del arma.
Ya me imaginaba
apareciendo muerto en algún descampado y con el culo roto. El miedo que tenía
me impedía moverme o decir cualquier cosa.
—Vayamos a
dar una vueltita al centro —propuso la que hasta entonces no había hablado y
con cara de tímida.
—Una
vueltita por la Illia —agregó la rubia.
El Pitufo
arrancó. Estaba mudo. Tenía su mirada clavada en el nulo tráfico de la noche.
—A este
gordito —dijo la de la navaja y me señaló— le pondría una manzana en la boca y
le daría por el culo hasta que le salga sidra.
Empecé a
lagrimear y a sorberme los mocos.
—¡No seas
mala! —le dijo la travesti vieja—. ¿No ves que está llorando? —Y dirigiéndose a
mí—. Quedate tranquilo gordito, vas a llegar a tu casa con el culo sanito. Sólo
queremos enseñarles a ser caballeros con las damas.
Apenas
entramos en la zona de bares la tímida pidió si podíamos circular más lento,
que querían ver si reconocían a alguien. En la primera cuadra distinguieron al
auto de un juez, de un concejal al que llamaban El Patrón y la de la navaja
señaló al hijo de un cirujano al cual se refirió como su hijastro.
A los pocos
metros, las mesas de la vereda empezaron a notar la clase de chicas que circulaban
con nosotros. Primero indicaban el auto para quienes no se hubieran percatado,
luego una humillante carcajada burlesca y al fin el grito de ¡Putooooos!.
—¿Putos?
¡Putos nosotras! ¡Los chiquitos no! —Dijo la rubia.
Parecía una
compensación, pero no lo era. La cara de las otras dos dejaba adivinar que eso
era un mensaje en clave. Pidieron que las lleváramos hasta uno de los chaperíos
de detrás de la Estación de Trenes. Pensé que nuestra aventura se terminaba
ahí, que las dejábamos en ese suburbio y listo, o que nos robaban el auto y ya
estaba, volvíamos sanos a casa. Pero estaba equivocado.
La tímida
entró a su vivienda y al cabo de un rato volvió con tres baldes llenos. Me dejó
uno en los pies y pasó los otros para atrás. Vi qué tenía el mío. Estaba lleno
de bombitas. La que ya no mostraba la navaja dijo que el agua tenía sal, que
así dolía más cuando reventaban. La rubia le dio instrucciones precisas al
conductor y se subió al techo del auto.
El Pitufo
arrancó. Ya entendía de qué iba todo y apenas podía contener la risa. Íbamos
despacio y yo desde mi ventana corroboraba a cada rato que nuestra equilibrista
no se hubiera caído.
Apenas
aparecimos nuevamente en la Illia cruzamos el auto en medio de la calle
tratando de llamar la atención, de que todos notaran que íbamos con travestis. Y
cuando desde una de las mesas llegó la primera infamia se desató el bombardeo.
Las chicas de atrás fueron las que primero empezaron a tirarle a los chetos. Yo
lanzaba más espaciado pero con mayor precisión y fuerza, y la rubia, ya en
posición de guerra, desde el techo gritó ¡Tomen!
¡Putos!, peló la poronga y empezó a regar con meada a los pibes y minitas
que asustados trataban de resguardarse bajo las mesas de nuestro ataque
justiciero. El Pitufo, que apenas podía respirar de la risa, comenzó a tararear
una de Vilma Palma que las chicas identificaron en el acto y acompañaron con
rítmicos golpes en las puertas. Era un travesti,
ella era un travesti…
—¿Sabes
qué, gordo? —Me dijo más tarde mientras guardábamos el auto—. El trava no la
tenía más larga que yo. Soy petiso y me la piso.
Síndrome a de amor
Adiós mi amor
me fui sin un llamado
antes de este amanecer
El Pitufo
tenía unos primos más grandes que cada tanto venían de visita desde Buenos
Aires. Me caían mal, y los días que estaban en San Luis prefería no juntarme
con mi amigo. Pero tras una de esas visitas el Pitufo cambió. Estaba más seguro
de sí mismo y al mismo tiempo andaba como melancólico. Durante la semana
continuábamos perdiendo el tiempo de la forma habitual, sólo que él no le ponía
el mismo entusiasmo a nuestra amistad. Empezó a ayudar a su padre en el taller
para juntar unos mangos que gastaba en vaya a saber uno en qué cosa. Los
sábados a la noche evitaba intentar colarse a cumpleaños de 15, juntarse a
hacer trasnoche de películas en casa o salir a güevear en auto.
Un día lo
encaré y le pregunté qué le pasaba. Me contestó con evasivas poco convincentes
y luego me confesó su verdad.
—Estoy de
novio —dijo avergonzado. Pensé en felicitarlo y preguntarle por ella, pero también
quise hacerme el ofendido, era su mejor amigo y no me había dicho nada, que
seguro que sus primos porteños le habían podrido la cabeza en contra mío, pero
antes que pudiera decirle cualquier cosa agregó:— Es una relación complicada.
Su cara no
era la de un novio feliz y de a poco empezó a contestar algunas preguntas. Era
una chica más grande, no me dijo cuántos años, que hacía pocos meses que estaba
en San Luis, y sobre todo —y lo dijo con una expresión como si se le desgarrara
el alma— sólo podía verla los fines de semana. Así que esto es estar enamorado, pensé, sufrir a pesar de ser correspondido.
Sabiendo
esto nuestra vida continuó su nada habitual. Nos enteramos que Vilma Palma
había rescindido con su discográfica. Ahora que era una banda súper famosa en
toda Latinoamérica tal vez firmaran con alguna más grande, alguna que le diera
un buen sonido a sus discos pero que también les permitieran tiempo para
trabajar. Habían sacado discos muy seguidos uno del otro y cuando escuchábamos
sus últimas canciones les notábamos la falta de maduración.
Una siesta
el Pitufo cruzó el auto de turno frente a casa y pidió que lo acompañara.
Estaba desencajado.
—Vendieron
a Janet —dijo mientras arrancaba. Le caían lágrimas.
—¿Qué
Janet? ¿Cómo que la vendieron?
—¡Janet!
¡Mi novia! ¡La vendieron, gordo! ¡Se va de San Luis! ¡No la voy a ver nunca más!
¿Entendés?
No, no
entendía nada, pero asentí para no contrariarlo.
Tomó por
San Martín a toda velocidad hasta llegar a la Terminal.
—Bajá,
gordo. Su colectivo sale ahora.
Al fondo,
un colectivo que anunciaba Destino Retiro embarcaba a sus últimos pasajeros.
Había un grupo de chicas de unos veintipico escoltadas por dos tipos gigantes.
A uno se le notaba un revólver escondido en la cintura. Desde allí se asomó una
a saludar a mi amigo. Supuse que sería Janet. Se saludaron con un beso en la
boca. El Pitufo lloraba a moco tendido y la mina: mi chiquito, no llores, apenas llegue a Buenos Aires te escribo para
contarte la dirección de mi nuevo trabajo así me vas a visitar, que esto no es
un adiós, y cosas parecidas.
Cuando el
colectivo arrancó el Pitufo, saludando a una de las ventanillas, lo siguió por
todo el andén. Los tipos que miraban la escena cuchicheaban burlones.
—Ella me
había dicho que era especial —comentó cuando arrancaba el auto—. Que de todos
sus clientes, conmigo era el único que hacía el amor.
Perdiendo el tiempo
como en un cuento vuelvo a hacer tu canción
vos sabes es tan difícil volver para atrás
no me ves, como quisiera volverte a abrazar
La profe de
geografía, Carmen Benatía, era la más vieja de la escuela. Sus clases se
dividían en dos etapas. Una primera donde contaba de sus viajes a países de
nombres impronunciables con su marido —y siempre le agregaba un Dios lo tenga en su gloria—, y una
segunda de dictados interminables sobre el producto bruto y la hidrografía de
esos lugares. Con un 5 en el primer trimestre y un 4 en el segundo sabía desde
septiembre que tendría que verle la cara a fin de año y probablemente también
en marzo.
En Octubre
la vieja me citó en un recreo.
—Digame,
Garro, ¿usted sabe que se lleva mi materia? —Me preguntó alargando las a.
—Sí, Profe.
—¿Y qué
piensa hacer para sacarla?
—¿Estudiar?
—respondí inseguro.
—¿Y cómo va
a estudiar si ni siquiera entiende de qué va la materia? Le voy a ofrecer un
trato, Garro… —hizo una pausa esperando que con un gesto le indicase que estaba
interesado en su propuesta, y la verdad me interesaba cualquier cosa que
pudiese hacerme más liviana la materia—. Usted que es grandote y fuerte va a
venir algunas tardes a mi casa. Me va a ayudar a correr unos muebles y como
pago yo lo voy a preparar para que rinda. ¿Le parece?
Acepté.
Dos veces a
la semana durante los meses de Octubre y Noviembre visité a la profe. Mi
trabajo consistía en, además de mover muebles, ayudarla a embalar cosas que
habían pertenecido a su marido y cargar las cajas y repartirlas entre algunos
parientes y vecinos. Ella me daba algunas instrucciones, me convidaba gaseosa
que compraba especialmente los días que iba y me mostraba fotos de sus viajes
mientras me contaba de la amistad del finado con tal o cual embajador. Durante
ese tiempo no aprendí nada. Pero a fines de Noviembre apareció un inmerecido 8
en el tercer trimestre.
Tras
ayudarla a pintar el frente de su casa, la profe Benatía me confesó que su
materia no servía para nada, que en la vida jamás me iba a hacer falta saber
las precipitaciones anuales de la Conchinchina. Que me presentara a rendir su
materia en Diciembre, que si prometía guardar el secreto, ella me aprobaría
hubiese estudiado o no.
El día de
la mesa me crucé en los pasillos con los mismos burros de cada diciembre.
Sentados en el piso repasaban una carpeta que habían completado para la
ocasión. Esperamos un rato largo y la vieja no aparecía. Pensamos que a lo
mejor habíamos entendido mal la hora o el día. Al rato apareció el Preceptor.
—Chicos,
malas noticias. Todos a Marzo. Recién nos avisa su sobrina que anoche falleció
la profesora de Geografía. Nos vemos en Marzo si es que desde Ministerio nos
mandan a algún profe nuevo. ¡Felices vacaciones!
No me puse
triste por la vieja Benatía, sino porque por su imprudencia de morirse iba a
tener que estudiar en Febrero.
Cuando regrese a casa
Se luce mi camisa y nadie en la habitación
como poder soportar que vos no estés
—Mi prima
Antonia quiere que le presente un amigo —comentó el Pitufo.
—¿Y?
—Nada. Le
hablé de vos. Le dije que eras gordo y todo eso, pero te quiere conocer igual —para
mis adentros pensé petiso hijo de puta.
—¿Y? ¿Qué
onda? ¿Cuándo me la presentás?
—No es que
te la quiera mezquinar, gordo, pero es mala mina.
Le dije que
sí a cada uno de sus peros. Un jueves a las seis de la tarde, día y horario que
ella puso como condición, nos encontramos en plaza Pringles. El Pitufo nos
presentó desganado y desapareció. Era una morocha linda y de ojos pícaros. Me
tomó de la mano y comenzamos a andar. Se le veía orgullosa de lucirme. Dije un
par de sonseras que creí le resultarían interesantes y ella me respondió con
evasivas. Cuando pasábamos frente a la Catedral haciendo un poco de esfuerzo
para alcanzarme me comió la boca de un beso.
Esa noche,
al verme la cara de pavote que tenía, Papá preguntó qué me pasaba, y le conté
eso que en mi manera de darle formas al mundo era estar de novio. Mi viejo
emocionado llamó a toda la parentela para darles la buena nueva. A la mañana
siguiente me llevó de compras al centro. Según él si quería gustarle a las
chicas, antes que nada, tenía que lucir buenas pilchas.
Al cabo de
la décima llamada preguntando por Antonia la madre perdió su tono amable. Luego
llamaba y cuando atendían me quedaba conteniendo la respiración intentando oír
su voz detrás de la de su madre. No me devolvió ninguna llamada. ¿Qué le había
pasado a Antonia que en cinco minutos había desaparecido de mi vida? En casa,
mi padre, aunque no decía nada, se daba cuenta que pasaba mucho tiempo en el
teléfono y que no traía a esa novia que había anunciado. Como toda respuesta a
mis preguntas y a cualquier eventual reproche su primo tan sólo me recordaba
que él me había advertido que era mala mina. A las dos semanas dejé de
llamarla.
Un mediodía
me crucé de frente con ella en el centro. No había manera de que me esquivara
ni que se hiciera la que no me había visto. No le dije nada, me sentí
reconfortado al ver como apenada bajaba la mirada.
—Perdón —balbuceó—.
Estaba confundida, no te debí haber besado. Volví con mi novio.
—¿Qué
novio? —Pregunté molesto.
—El que al
verme que te besaba frente a la Catedral, se puso tan celoso que me perdonó
todo lo que le había hecho.
Sin decirle
ni reprocharle nada acomodaba las piezas en mi cabeza.
—¡En fin! —Dijo
y se acomodó en la vereda—. Un gusto volver a verte. Saludos a mi primo —y
continuó su camino.
Verano Traidor
Verano traidor devolvémela
Ella ya no sabe que me puede hacer
Beberé por mi amor
beberé de su amor la sal
A
principios del ’97 vacacionamos por primera vez sin nuestros padres. Inspirados
en los culos que veíamos en la tapa de revista Gente decidimos ir a Mar del
Plata.
El viaje en
colectivo fue largo. Para economizar pilas usamos un walkman repartiendo un
auricular para cada uno. Aunque llevábamos decenas de casets, los que más
escuchamos durante el trayecto fueron los de Vilma Palma. 3980 era el que más nos gustaba, en el ranking del Pitufo le seguía
Fondo Profundo por la festividad de
sus melodías, y para mí era Sepia, Blanco
& Negro, donde las letras del Pájaro estaban más trabajadas.
Apenas
bajamos en la Terminal comenzamos a anotar direcciones y teléfonos de
departamentos y cabañas para compartir, de esos que se anunciaban en las
entradas de los bares y cafés. Pronto dimos con uno que nos gustó: CABAÑA
FRENTE A LA PLAYA PARA COMPARTIR. 2 CUPOS. 100$ LA QUINCENA C/U”. Llamamos al
número que decía. Atendió una chica llamada Lorelei. Dijo ser la encargada de
la cabaña, que ella compartía con los inquilinos, que le era indiferente
compartirla con hombres o mujeres siempre que fueran ordenados y educados, y
que la quincena se pagaba al ingresar. Anotamos la dirección que nos dio y
partimos en taxi. Demoramos casi una hora en llegar al extremo sur de la ciudad
y casi nos agarra un infarto cuando tuvimos que pagar el coche. Se trataba de
una cabaña pequeñita y venida a menos. Al golpear nos atendió Lorelei. Estaba
con los pechos desnudos y un cigarrillo armado y de aroma dulzón le colgaba de
la boca. Era una mina de veinte años, y aunque estaba lejos del estereotipo de
belleza femenina tenía dos tetas que mostraba despreocupada y eso estaba
buenísimo. Nos enseñó la habitación que nos tocaría, la cocina y el baño.
Ninguna comodidad destacable. En el cuarto apenas entraban dos camas y en el
medio una apretada mesa de luz. Mientras le confirmábamos que nos quedaríamos y
le entregábamos la paga se dio cuenta que no podíamos dejar de mirarle los
pechos. Apenas se sonrojó y no intentó cubrirse.
De padre
aristócrata uruguayo y madre abogada argentina, Lorelei era la hija rebelde y
bohemia de la familia. Desde hacía dos veranos que le dejaban a su cargo esa
cabañita que había quedado como vuelto de algún juicio. Pasaba la temporada
fumando marihuana y pintando en los atardeceres unos manchones inentendibles
sobre lienzo. También hacía, y era lo que más le gustaba, algunos firuletes con
fibrones indelebles en los cuerpos bronceados de los veraneantes. Además de
ganarse unos mangos entablaba relaciones públicas, como aquel surfista del año pasado que me pegó la curtida de mi vida, contó.
La playa
era de medio pelo. Las buenas, donde va
todo el caretaje, están en el centro explicó nuestra anfitriona. A esa iba
poca gente, algunos marplatenses con ganas de no ser molestados por turistas o
algunos jóvenes de escaso presupuesto. En las mañanas se podía ver algunos
pescadores viejos con sus botes, de esos que tomaban el oficio como un arte y
renegaban de la pesca en muelle. Alguna vez un famoso había querido montar allí
su parador, pero la lejanía del centro y de las muchedumbres terminaron
arruinando el emprendimiento.
No éramos
exactamente lo que se dice el ejemplo de éxito de vida social, nos hubiera sido
imposible relacionarnos con las modelos y los famosos que salían en la tele
promocionando Mar del Plata. Así que decidimos hacer playa donde vimos el
primer signo amistoso.
Lorelei se
levantaba temprano y caminaba por la playa. De vez en cuando algún pescador le
regalaba algún bicho para comer. En las siestas salía con su kit de fibrones a
pintar cuerpos. Nos encantaba acompañarla. A veces cuando alguna chica linda le
pedía algún motivo nos presentaba como talentosos artistas del interior, y así
podíamos tocar alguna teta o un culo mientras dibujábamos algún mamarracho. Apenas
bajaba un poco el sol se ponía en la galería a fumar un porro tras otro, a
mezclar malos alcoholes y tirar colores con formas irreales sobre un lienzo
diciendo que eran los atardeceres vistos desde la cabaña. Nosotros pensábamos
que así debía ver alguien tan intoxicada y reíamos. En las noches algunos lobos
marinos se llegaban desde la playa y rodeaban curiosos la cabaña. Intentamos
tocarlos pero ella nos advirtió que no eran animales amigables y contó que un
lobo le había comido dos dedos a un ex novio que había querido acariciarlos. De
vez en cuando se armaban fogones con guitarreada en la playa. A ella le
encantaban. A esa altura de la noche, y ya totalmente dada vuelta, se hacía
lugar en las rondas diciendo que éramos sus hermanos. No supimos si era para
cubrirse de alguno que quisiera propasarse con ella, o si esa era su forma de
decir que nos había tomado cariño.
Una tarde
quiso monologar sobre música. Que el rock argentino era horrible, que estaba
atrasado varios años, o que los artistas se copiaban todos de alguno que más o
menos estuviera a tiempo, y que prefería el pop europeo de los ochentas, bandas
como Erasure o A-ha. Tímidamente le preguntamos por Vilma Palma. Sabíamos que
nuestra banda favorita tenía más detractores que adeptos. Lorelei pensó un rato
como repasando mentalmente algunas melodías.
—Me gustan —comentó
finalmente—. Son auténticos. Son del interior. No se comen el flash del
rock-star de las bandas de Capital. Hacen música para divertirse y se nota que
la pasan bien tocando. Cualquier persona que intente divertir a la gente merece
el mayor de mis respetos.
En ese
momento la admiramos un poco más.
Una vez cuando
estábamos por bajar a la playa la dueña de casa preguntó si podíamos sacar la
basura. Eran apenas dos bolsas, algunas botellas y cinco de sus lienzos
pintados. Pregunté por qué quería tirarlos y contestó que porque eran
horribles, que si me gustaba alguno podía quedármelo. No, no me gustaba
ninguno. El Pitufo tuvo una idea genial. Tomó los cuadros y a fuerza de
insistir, molestar y comerse varias puteadas pudo venderle a la gente que
disfrutaba de la playa tres obras a 10 pesos cada una. La excusa que metió fue
que se trataban de pinturas de una artista emergente que ya había expuesto en
las principales galerías de Europa y que en unos años esos ejemplares de seguro
costarían una fortuna. Con lo recaudado compramos pizzas para los tres y
escabio… mucho escabio para Lorelei.
En nuestra
última tarde, al volver de la playa, vimos como un chabón como diez años más
grande que nosotros salía con la pija parada de la habitación de Lorelei. Nos
saludó indiferente, se calzó la malla y salió hacia la playa. Segundos después
apareció ella totalmente desnuda, el cabello revuelto, sofocada y con cara de
desconcierto. El Pitufo le dio un trago largo a la botella de Coca y preguntó
si se encontraba bien. Prendió un porro, tiró una risita corta como toda
respuesta y se encerró su cuarto.
—Gordo, ¿te
puedo hacer una pregunta? —Me consultó el Pitufo desde su cama. Yo estaba casi
dormido. Tiré un gruñido como respuesta afirmativa y me incorporé para
escucharlo—. ¿Te gusta Lorelei? —Qué clase de pregunta era esa. Obvio que me
gustaba, como también sabía que le gustaba a él, y a esa edad que uno confesara
que le gustaba la misma chica que al otro podía ser considerado alta traición.
—¿Te gusta
a vos? —Respondí.
—Yo
pregunté primero —me esquivó.
—Qué sé yo.
Es piola.
—Sí,
piolaza, re buena onda. Pero quiero saber si cojerías con ella.
—No sé. Tal
vez. Es probable que coja con cualquier mina que me deje. Vos… ¿te la cojerías?
Hizo un
silencio meditativo.
—Supongo
que sí. —Volvió a callar. Estaba durmiéndome nuevamente cuando volvió a
preguntar:— Y ella… ¿Creés que cojería con alguno de nosotros?
Pensé todas
las alternativas y llegué a la conclusión que de la única manera que uno de
nosotros cojiera con ella sería encontrarla totalmente dada vuelta de escabio y
marihuana, y que el otro desapareciera de la cabaña. Pero… quién sería el uno y
quién el otro. No dije lo que pensaba. Desde el comedor llegó el sonido de un
vidrio que estallaba. Salimos y vimos a Lorelei en un lamentable estado fruto
de su mezcla de vicios. Una botella vacía se le había resbalado de las manos y
sus restos estaban esparcidos por el piso. Nos miró. Demoró unos segundos en
reconocernos y pidió disculpas.
—No los
quería despertar —dijo con la lengua anestesiada—. ¡Miren cómo estoy! ¡Soy un
desastre! Me voy a caminar así se me pasa la curda y desayunamos antes de que
viajen.
Tambaleó
dos pasos y pisó vidrios. La asistimos. Aunque no le había quedado ninguno
enterrado, tenía varios cortes y no dejaba de sangrar.
—¿Saben que
es lo mejor para cauterizar las heridas? —Dijo incorporándose y pisando con el
talón—. ¡La sal del mar!
Quisimos
convencerla de que se quedara, pero nos hizo una seña con el dedo medio de la
mano mientras decía que éramos más lindos cuando estábamos callados.
A las nueve
sonó el despertador. En pocos minutos armamos los bolsos. Preparé café mientras
el Pitufo por teléfono pedía un taxi para las 10. Llamamos a su cuarto. Pensando
que debía estar con una resaca infernal directamente entramos al dormitorio. La
cama tendida indicaba que ni siquiera había dormido en la cabaña.
—Con la
curda que tenía anoche se la deben haber garchado hasta los lobos marinos —comenté.
Le dejamos
una carta diciéndole que habían sido unas vacaciones increíbles, que su amistad
y madrinazgo fue lo mejor del verano, que esas eran nuestras direcciones por si
quería escribirnos, que estaba invitada cuando quisiera a San Luis, que allí
teníamos lindos paisajes, que tendría inspiración de sobra para su arte.
A la hora
señalaba fue todo un tema decidir cómo hacíamos para devolverle las llaves.
Finalmente las dejamos sobre la mesa del comedor y la puerta de la cabaña sin
vueltas. Yendo desde la playa hasta el punto donde debía recogernos el taxi,
comenté que los pescadores estaban hasta más tarde de lo habitual y señalé a un
bote que se acercaba hasta la orilla. El Pitufo se rió y confesó que le había
robado una bombacha a Lorelei como recuerdo. El taxi no aparecía y ´mi amigo me
retó cuando quise ponerme los walkman, que el viaje de vuelta era largo y que
había que ahorrar pilas. Ya aterrados de perder el colectivo empezamos a
hacerle señas a cualquier coche que pasara. El bote ya encallaba en la arena
cuando por fin paró un taxi. Mientras me quejaba de que perderíamos el viaje él,
tan serio como nunca más lo vería, señaló la playa. El viejo pescador
descargaba un cuerpo azulado que conocíamos muy bien.
Durante el
regreso apenas conversamos y no escuchamos música. Ya no veranearíamos juntos.
Versiones Remixadas
anocheciendo en este cuarto marrón
otra vez paso el invierno extrañando tu olor
Como era
tradición del colegio, las dos divisiones festejamos juntas la Cena de
Egresados. Con el Pitufo nos abrazamos toda la noche, cantamos a los gritos Amigos de Los Enanitos Verdes y nos
prometimos mil veces que seríamos amigos para siempre. Pero no fue así.
Al año de
egresar don Russo paró la pata y su hijo se hizo cargo del taller. Yo intenté
estudiar varias carreras hasta que finalmente me puse a trabajar con mi viejo.
Algunos
años después, hablando de cuatrerismo de bueyes, no sé qué dije del gobernador
y el Pitufo saltó como leche hervida, me mandó a la mierda y sentenció el fin
de nuestra amistad.