Una sombra ya pronto serás
Abrí y no había nadie. Maldije y pegué un portazo. Todavía
resonaba el eco en los pasillos cuando volvieron a golpear. Me asomé y tampoco
vi a quien llamaba. Sin embargo, en el suelo, al pié de la alfombra que reza
Bienvenido vi que había una sombra de mujer, pero en el pasillo no se veía a su
portadora. Mientras trataba de recordar algún concepto que en el colegio me
hubiera enseñado el profesor de Física y Química sobre la proyección de la luz,
la sombra me hizo una seña indicándome un sobre tirado en un rincón. Lo abrí, y
en prolija letra manuscrita leí: Soy la sombra de tu próximo amor. Me
adelanté un rato. ¿Puedo pasar? Me pregunté qué clase de mujer sería mi
próximo amor que golpeaba la puerta de un hombre desconocido y le pedía pasar.
Volví a mirar la forma de la sombra, si acaso no estaba muy distorsionada, su
dueña sería una mujer con un cuerpo muy bonito, de esa clase de mujeres que
generalmente pasaban de mí. Pero si acaso se trataba de un engaño o una rara
confusión, una sombra —que al fin y al cabo es apenas la ausencia de luz— no
podría hacerme ningún mal. Le dejé entrar.
La sombra no ocupaba mucho espacio. No comía, no hacía ruido, y convivir
con ella el primer tiempo resultó sencillo. Tan sólo me pedía que mantuviera
las cortinas todo el tiempo cerradas, ya que la excesiva claridad la ausentaba
largos ratos.
Con el tiempo desarrolló un lenguaje particular de señas que me permitía
entenderla a la perfección.
Primero sugirió un cambio en el orden de los muebles, detalle que no me
molestó en absoluto. Confiaba en su buen gusto femenino para la decoración.
Luego pidió que descolgara mis pósters de Maradona. Discutimos y, como no podía
ser de otra forma, terminé cediendo ante la extorción de su llanto. Pronto
pidió que una o dos veces al mes saliéramos a cenar a restaurantes caros,
restaurantes oscuros y con mesas alumbradas con velas. Pedíamos dos
platos pero, obvio, sólo consumíamos uno. En las salidas al cine ella se sentía
particularmente cómoda, la oscuridad de las salas le sentaba muy bien. Nos
costaba ponernos de acuerdo con los títulos, ella amaba las comedias
románticas, y yo las de artes marciales. Al tiempo de convivir empezó a
administrar mi dinero. La verdad es que rendía mucho más que antes, aunque debo
admitir que ella no representaba ningún gasto. Así pude cambiar rápido el auto.
Empezó a insistir en alquilar un departamento más grande para cuando tuviéramos
hijos.
Como toda pareja tuvimos crisis. Yo le recriminaba que todavía no había
llegado su parte corpórea, y que tenía necesidades físicas que una sombra no
podía cumplir. Pero la mayor crisis fue cuando revisando mi celular, encontró
una conversación en la que le coqueteaba a una compañera de oficina y en la que
le decía que estaba soltero desde hacía largo tiempo. A raíz de eso, y aunque
ella no dormía y sólo por conservar las formas de una pareja normal,
estuve semanas durmiendo en el sillón del living.
Pasaron años desde que llegó. Ya estoy viejo, y me estoy apagando. La
vida junto a ella ha sido extraña, muy parecida a una vida feliz. Me gustaría
conocer, antes de cerrar los ojos, qué forma tenía esa mujer que nunca llegó. A
veces me la imagino como esta enfermera, ésta que me está cambiando el suero y
que extrañamente, aunque proyecta sombra, no hace ruido al caminar.
Muy bueno, me gustó. Sobre todo la cadencia hacia el final.
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