La consigna trabajada era: Noche a noche, algunas personas han desaparecido del
pueblo.
Esto es lo que me salió:
El último atardecer en la isla
¿Y si hubieras muerto acaso?
¿Peleando
o creyendo,
¿O intentando escaleras para atrapar las
espaldas del cielo?
Miguel Abuelo - Buen día, día
La isla de Sheol flotaba solitaria en medio del
Atlántico Sur. Un día luego de un naufragio llegó a nado el primero de sus
hombres. Eso fue hace mucho tiempo. Poco a poco la isla comenzó a poblarse.
Primero fueron algunos cientos de personas, luego miles, y desde hacía más de
un siglo que ya nadie se molestaba en contabilizar a sus cientos de millones de
almas.
La isla no tenía ningún atractivo ni riqueza, salvo estar
ubicada en el medio de dos mundos.
La densidad de su población era tal que se decía que
los rayos del sol no alcanzaban a tocar el suelo. Ayudaba a ese rumor que sus
pobladores tuvieran mayoritariamente un tono pálido, y en algunos casos un
tanto verdoso, en la piel.
La isla estaba terriblemente contaminada. Los barcos
que le pasaban cerca comentaban que desde una decena de kilómetros antes se
percibían sus aromas fétidos.
La primera señal de qué sucedería algo fue un
insomnio generalizado que afectó a sus habitantes. De un día para el otro todos
en la isla dejaron de conciliar el sueño. Simplemente pasaban sus días y sus
noches con los ojos abiertos sin pensar en nada.
La segunda señal fue un atardecer. Desde la costa el sol se hundió en el mar lejano,
dándole al cielo una tonalidad anaranjada nunca antes vista. Esa tarde todos
los habitantes de Sheol sonrieron al horizonte. Durante las próximas semanas los
isleños tuvieron un semblante feliz en el rostro.
Pero el
tercer y contundente aviso fue cuando llegaron noticias de una nueva y
definitiva Guerra Mundial. Durante los
siguientes meses ciudadanos de todo el planeta llegaban a la isla en todo tipo
de embarcaciones buscando refugio. Ante la falta de espacio para albergar a
tanta gente, Sheol casi duplicó su superficie por la cantidad de navíos
amarrados a sus costas.
Pasó un tiempo así hasta que las primeras personas,
refugiados e isleños, empezaron a desaparecer. Nadie se extrañó, incluso celebraban
el escaso espacio que ganaban. Lento y a ritmo constante Sheol se fue vaciando,
hasta quedar tan deshabitada como en los primeros tiempos.
Cuando le llegó el turno al último de sus
habitantes, que también había sido el primero de los hombres en la isla, éste
apagó la luz y esperó a que el horizonte lo disolviera.
Es que la muerte nunca se había tratado de separar
el alma del cuerpo, para que ésta se marchara a un lugar mejor. Los que ya no
tenían vida debían esperar con sus cuerpos gastados en algún lugar inhóspito a
que las puertas del cielo prometido se abrieran.
El mundo se había terminado, y ahora sí: la isla
podría tener por fin su lugar en las cartografías de un mundo extinto.
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