En dicho blog han publicado un montón de escritores de renombre (Convertini, Guinot, Pagnotta, Lunghi, Domínguez Nimo, C. Godoy, Perrotta, M. Koch, y mucho más).
La consigna era realizar un texto relacionado con una canción que tuviera video en YouTube. La relación podía estar dada por la letra de la canción, la historia que contara el clip, el clima de la música, los personajes, los músicos, o pura y caprichosa inspiración.
Así es cómo salió Blues de Gabi.
En el blog “No será mucho” el pueblo donde transcurren los hechos se llama Morrison, nombre que cambié luego ya que desconocía la ciudad cordobesa del mismo nombre.
Blues de Gabi
Varias de las chicas más lindas del colegio habían
pasado tardes enteras en mi cuarto. Ojalá eso hubiera significado otra cosa
aparte de que abusaban de mi generosidad. Iban para que les grabara música. Yo
tenía una vasta colección que constaba de más de 50 casetes originales, casi
600 cintas vírgenes grabadas por un primo mayor que trabajaba de operador en la
trasnoche de una radio, y la colección completa de rock nacional que trajo
Revista Noticias.
Entre las inseguridades propias de la adolescencia,
yo tenía una única certeza: me sabía feo. No feo-feo, sino más bien de belleza
media-tirando pa’ fulero. Si yo era un pavo real de plumas grises, la música
resultaba para mí unas luces de neón que decoraban mi cola. Gracias a ella en
los recreos las chicas me daban la misma cantidad de charla que a los
galancitos del colegio. Pero todavía no había podido capitalizar mi único
atractivo. Hasta entonces ni siquiera había besado a una chica. Muchos de mis
compañeros ya habían tenido una primera novia, presumían de alguna conquista en
el matiné, o inventaban la historia de la vez que se hicieron hombres.
Me gustaba toda la música, pero había un tipo de
sonido que me volvía loco: los solos de guitarra eléctrica. Entre más chillones
resultaban mayor euforia me producían en mi ritual de imitar los movimientos en
un instrumento hecho de aire, imaginación y magia. No tenía una banda o canción
favorita, escuchaba temas de Vox Dei y los Rolling Stones, hasta el último tema
de Pappo o Ace of Base.
A Gabi la conocí gracias al cumpleaños de una prima
quinceañera que nunca vi. Había llegado a San Luis desde O’Connor —pueblo que
ni siquiera había sentido nombrar— para que mamá le hiciera el vestido de
fiesta. Al entrar a casa y verla quedé embobado. Jamás había visto a una muchacha
tan bonita y el destino caprichoso me la ponía en frente bajo la cinta métrica
de mi vieja. Aunque no molestaba, mamá pidió que desapareciera, que no
embromara, que me fuera al dormitorio a escuchar música. Obedecí, en parte por
no desafiarla, pero también porque chocarse con una hermosura como la de
Gabi merecía tener una banda de sonido. ¿Qué escucharía una chica así? Supuse
que algo angelical y lo más parecido que tenía a eso era un casete de los Boyz
II Men. Apenas sonar la segunda canción esa belleza de mujer se posaba en la
puerta de mi cuarto, tímida y curiosa, mientras mi vieja acomodaba géneros
sobre el busto de un maniquí. Le pregunté si le gustaba lo que había puesto y
dijo que sí. Ahí supimos nuestros nombres y me contó de ella, que era de ese
pueblo cercano a Córdoba, que escuchaba poca música, que el pueblo no tenía ni
disquerías ni radio, que la música nueva llegaba en las noches claras en que
podía sintonizarse una FM de Villa Mercedes —la ciudad más cercana—, que los
chicos de nuestra edad los fines de semanas alquilaban una trafic y se iban a
bailar a algún pueblo vecino, y que le gustaba la música romántica, Mariah
Carey, los lentos de Bon Jovi y de los Back Street Boys.
Volvimos a vernos una semana después, cuando tuvo
que regresar para hacerse las primeras pruebas. Para esa ocasión le había
preparado un casete de regalo con los mejores lentos de mi colección. Esa
tarde, mientras mamá trabajaba, la pasamos en mi cuarto. Ella embelesada por
todos los sonidos y echada en mi cama —que oficiaba de sillón— y yo, que no
podía parar de hablar, pasando tema tras tema en el grabador y contando la
historia que había detrás de cada canción.
Unos días más tarde recibí una carta desde O’Connor
diciéndome que el casete había sido el mejor regalo que le habían hecho jamás.
Desde aquella fecha empezamos a escribirnos un par de veces a la semana. En sus
cartas me contaba de los preparativos para el cumpleaños de la prima y de la
vida de algunas personas del pueblo que jamás conocería. En las mías le
comentaba las novedades musicales o les transcribía algunas letras. Estaba loco
por ella, pero nada le decía en nuestra correspondencia, me sabía enamorado por
primera vez y el miedo al rechazo era más fuerte que el sufrimiento por callarlo.
La siguiente vez que nos encontramos, que era para
cuando el vestido debía estar terminado, podía ser la última vez que nos
viéramos. Mientras mi vieja le daba las últimas puntadas, Gabi como siempre se
arrimó hasta mi dormitorio. De fondo sonaba Laura Pausini cuando, tartamudeando
con voz finita y poseído por un coraje desconocido en mí, le pregunté si quería
ser mi novia. Pareció no escucharme, su espíritu flotaba por la habitación con
los altos de la italiana, y cuando creía que su silencio era la respuesta y
empezaba a sumirme en la onda tristeza del desamor con voz bajita dijo que sí,
que sí quería. La tomé de la mano y pasaron varios minutos hasta que nos
animamos a besarnos.
En condición de novios apenas nos vimos dos veces.
Los precios prohibitivos de las llamadas de larga
distancia hacían que todo lo nuestro se sostuviera en lo postal y en nuestra imaginación
de cómo debía ser un amor ideal con banda de sonido.
Aunque había sido una participe ausente en nuestra
historia, y según contaba en las cartas ella quería conocerme, la prima no me
invitó a su cumpleaños, detalle que me molestó pero nunca le confesé.
A unas semanas de haber empezado todo, Gabi viajó un
sábado para visitarme. Pasamos toda la tarde encerrados en mi cuarto escuchando
música y besándonos. Esa vez experimentamos cómo era hacerlo con lengua. Después
de cenar con mis viejos salimos a un bar céntrico a tomar algo. No hay manera
de explicar la cara de todos los pibes, los que me conocían y los que no,
cuando me vieron acompañado de una chica de la belleza de mi novia. En aquella
ocasión, por primera vez en toda mi adolescencia, dejé de sentirme feo... era
el rey del mundo. Pasamos toda la noche a licuados y cocas en distintos bares
que frecuentaban los chicos de nuestra edad, y ya de madrugada la acompañé
hasta la Terminal para que se tomara el colectivo de vuelta a O’Connor.
Tres semanas más tarde viaje yo. Llevé cuatro
casetes: tres grabados especialmente para mi novia con lo que sonaba en las
radios de San Luis, y uno con mi música de guitarras chillonas.
O’Connor se trataba de un pueblo de unas pocas
manzanas construidas alrededor de una única plaza. Me sorprendieron dos cosas:
la primera, la cantidad de autos último modelo que circulaban por sus calles,
detalle que me resultaba inentendible ya que a un lugar tan pequeño unos pocos
minutos alcanzarían para atravesarlo a pie de punta a punta. La otra, la
cantidad de gente bonita que había, nada que ver con la imagen mental que uno tenía
sobre un pueblo en el medio del campo. La rutina que Gabi había preparado para
mi visita era la misma que cuando la recibí, con la diferencia de que el único
colectivo diario a San Luis pasaba a las 12 del mediodía, por lo que esa noche
iba a tener que dormir en el sillón del living. Sus padres no tenían ningún
reparo en que me quedara, sabían cómo era la rutina de los visitantes.
Cuando oscureció, antes de ir al único bar de O’Connor,
bar que frecuentaba la fauna de todas las edades, dimos una caminata por las
periferias del pueblo. Como atractivo turístico me señaló la casa de un tal
Cross, un tipo que había sido un modelo famoso en los setenta y que supo ser
novio de un diseñador importante. Allí abrigados por la oscuridad de un farol
roto, apoyé a mi novia contra la pared y la besé tanto y tan fuerte que se nos
irritaron los labios… y suave y muy a la pasada le toqué una teta, la primera
teta a una chica de mi vida. En el bar todos conocían a Gabi y tuvo que
presentarme, contar quién era, qué hacía, cómo nos habíamos conocido, a qué se
dedicaba mi familia y hasta cuándo pensaba quedarme, más de una veintena de
veces. Disfrutábamos de nuestras gaseosas tomados de la mano cuando llegaron
ellos: los afirmadores de realidad. Ya desde varios minutos antes en todo el
pueblo se sintió el retumbe de su música electrónica, pero cuando la trafic se
estacionó frente al negocio y bajaron los promotores de un boliche nuevo de
Villa Mercedes, supe que algo malo iba a pasar. Yo no sé qué fue, si su sonido
moderno o su aspecto de chicos bonitos con remeras a la moda apretadas al
cuerpo, pero luego de que Gabi recibiera la tarjeta de invitación ya no volvió
a mirarme igual. Desde ese instante esquivó cualquier intento mío por
demostrarle afecto.
Nuestra salida se hizo corta. Apenas introdujo la
llave en la puerta de casa le puso fin a mi incertidumbre con un hachazo al
corazón: no sé qué me pasa, quiero que nos tomemos un tiempo. No me dejó
decir ni responder nada. Se metió rápido y apenas hubo cerrado, sin despedirse,
se encerró en su cuarto. Toda esa noche lloré sigilosamente en el sillón,
herido en mi orgullo porque la aparición de un puto promotor de boliche había
corroborado mi fealdad y la indignidad a una chica bonita como Gabi.
El ruido de la actividad familiar nos puso en pie
temprano. Mi ahora ex novia evitaba hablarme, pero en cambio muy espaciadamente
se mostraba buena anfitriona arrimándome un mate desde la cocina. Tener que
esperar el colectivo luego de una derrota así, en condición de visitante,
resultaba muy humillante, y cada minuto que pasaba era un gol más que recibía.
Para que me entretuviera Gabi señaló el minicomponente del living y dijo que si
quería podía entretenerme poniendo música.
Soporté lo que faltaba haciendo una patética pantomima
de tocar en la guitarra los riff de Spinetta, Rata Blanca, Pappo y otros
artistas nacionales. En algún momento, faltando apenas un rato para la llegada
del cole, la culpa derritió un poco del hielo que le impedía verme sufrir y
preguntó cómo me sentía y si algún día podría perdonarla. Estaba destrozado,
enojado con el mundo, con todos los promotores de boliches y también conmigo
mismo; y no, no iba perdonarla, aunque sabía que ella no tenía la culpa de
haberse dado cuenta de que era feo. El poco orgullo que me quedaba me impedía
confesárselo. Cuchá esta canción, le dije, tiene un solo buenísimo.
Empezaba a sonar Soñando por mí de Antonio Birabent. Para desgracia mía la
industria musical dice que los solos de guitarra van al final de cualquier
canción de 4 minutos, y que deben ser precedidos por un poco de letra y un
estribillo. Cómo querés que me sienta hoy / en un túnel que no tiene final /
Cómo querés que te mire hoy / si cuando te veo sólo quiero escapar / y ahora
seguí mi amor, seguí, soñando por mi... ¡Maldito, Birabent! ¡Buchón y mal
tipo! Si en ese pueblo de morondanga jamás habían escuchado tu música, qué
necesidad tenías de hacerme quedar como un pelotudo y un arrastrado, qué te
costaba decirle a mi ex que ella se lo perdía, que yo me iba a reponer —aunque
fuera mentira— y que iba a conseguir una novia más buena y linda que ella
—aunque eso fuera imposible— porque el rock’n’roll will never die. Gabi me
miró, o creí que me miraba así, como si mi dignidad no valiera gran cosa.
El colectivo arrancó y cuando desapareció por la
ventanilla no volví a verla nunca más.
Unos meses más tarde entró al colegio Lucrecia, de
quien me enamoré furiosamente y no fui correspondido, pero ya no volví a pensar
en Gabi.
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