Hace algunos meses en una feria me tocó compartir
stand con un escritor bastante mayor que yo. Como la concurrencia era poca, empezamos
a charlar.
No me vas a creer, pero todo lo que escribo sale
todo-todito de mi imaginación, ya que no leo, comentó orgulloso.
Pensé —y pienso— que leer es la principal herramienta para
la correcta escritura, y además no leer a contemporáneos es un acto de egoísmo
a los colegas. No dije nada.
Después contó de su infancia en el conurbano bonaerense.
Según él, cuando tenía 8 o 9 años, jugaba a la pelota en un descampado que supo
pertenecerle a los hijos de Juan Manuel de Rozas —me dijo la localidad, pero no
la recuerdo... tal vez Florencio Varela—. En un momento un tiro salió muy elevado,
rompió un vidrio de un silo cercano y cayó dentro. Los chicos subieron por las escaleras volutas
hasta arriba y se metieron por una ventana. Lejos de guardar granos, o estar
vacío, contó que todo el silo tenía bibliotecas amuradas en su interior.
Bajaron por las escaleras caracol hasta el fondo, y al no encontrar la pelota,
escogieron tres libros al azar y se los llevaron. Tenían la idea de venderlos
para reponer el juguete perdido. Fueron hasta un anticuario de Avellaneda —sí,
ésta localidad la recuerdo bien—. A estudiar los libros el comerciante empezó a
hacer preguntas incisivas sobre dónde y en qué circunstancias habían conseguido
esos tomos, y ante las respuestas titubeantes de los chicos decidió llamar a la
policía. Se asustaron y salieron corriendo dejando los libros en el local.
Contó que la siguiente vez que volvieron al campito estaba vallado por la
policía, y que durante varios días falcon verdes preguntaron en el barrio por tres
pibes que jugaban a la pelota en el descampado.
No te da la edad, dije.
Que no me da la edad para qué, preguntó molesto.
Para haber tenido 8 o 9 años durante el Proceso, respondí.
Quedó en silencio. Sacó cálculos con los dedos y me
sonrió con una expresión que quería decir “me descubriste”.
Pero a que la historia estaba buena ¿verdad? Retrucó.
Esta sí le di la razón.
EL clásico truco y retruco.
ResponderEliminarBuena anécdota.
Saludos,
J.