lunes, 18 de febrero de 2019

Feriando (anécdota)




Hace algunos meses en una feria me tocó compartir stand con un escritor bastante mayor que yo. Como la concurrencia era poca, empezamos a charlar.
No me vas a creer, pero todo lo que escribo sale todo-todito de mi imaginación, ya que no leo, comentó orgulloso.
Pensé —y pienso— que leer es la principal herramienta para la correcta escritura, y además no leer a contemporáneos es un acto de egoísmo a los colegas. No dije nada.
Después contó de su infancia en el conurbano bonaerense. Según él, cuando tenía 8 o 9 años, jugaba a la pelota en un descampado que supo pertenecerle a los hijos de Juan Manuel de Rozas —me dijo la localidad, pero no la recuerdo... tal vez Florencio Varela—. En un momento un tiro salió muy elevado, rompió un vidrio de un silo cercano y cayó dentro. Los  chicos subieron por las escaleras volutas hasta arriba y se metieron por una ventana. Lejos de guardar granos, o estar vacío, contó que todo el silo tenía bibliotecas amuradas en su interior. Bajaron por las escaleras caracol hasta el fondo, y al no encontrar la pelota, escogieron tres libros al azar y se los llevaron. Tenían la idea de venderlos para reponer el juguete perdido. Fueron hasta un anticuario de Avellaneda —sí, ésta localidad la recuerdo bien—. A estudiar los libros el comerciante empezó a hacer preguntas incisivas sobre dónde y en qué circunstancias habían conseguido esos tomos, y ante las respuestas titubeantes de los chicos decidió llamar a la policía. Se asustaron y salieron corriendo dejando los libros en el local. Contó que la siguiente vez que volvieron al campito estaba vallado por la policía, y que durante varios días falcon verdes preguntaron en el barrio por tres pibes que jugaban a la pelota en el descampado.
No te da la edad, dije.
Que no me da la edad para qué, preguntó molesto.
Para haber tenido 8 o 9 años durante el Proceso, respondí.
Quedó en silencio. Sacó cálculos con los dedos y me sonrió con una expresión que quería decir “me descubriste”.
Pero a que la historia estaba buena ¿verdad?  Retrucó.
Esta sí le di la razón.




sábado, 16 de febrero de 2019

Perfectos edificios azules

Me encuentro trabajando en mi próximo volumen de cuentos. El mismo se llamará La Contabilidad de los Cuervos. Se trata de un volumen de 9 relatos cortos y medianos.
Me invitaron a participar en la sección Cuentos de Verano del diario Hoy Día Córdoba (a mi entender uno de los dos mejores suplementos de verano). Para el mismo envié una versión corta de Perfectos edificios azules, uno de los cuentos de mi próximo libro. Espero les guste, en la página del diario pueden escuchar además el audiocuento.
Muchas gracias Cezary Novek por la invitación.

Perfectos edificios azules



Qué hace usted aquí, le gritó el viejo Pilkington a Guido. Saltó de la cama y se puso en guardia como un púgil cuando oye la campana. Cómo explicarle entonces, sabiendo que su senilidad lo disminuía de entendimiento, que su hijo, el que vivía en Nueva Zelanda, lo había contratado telefónicamente, que le dijo que seguramente no le quedaban más que unos pocos meses, y que pagó por adelantado por sus servicios.

Pilkington tiró maíz a las palomas y una bandada voraz aterrizó frente a ellos. Contó que en su época la plaza era más bonita que ahora, y que supo ser el centro de toda la vida social de la juventud. Dijo que todas las tardes los muchachos, formando grupos de no más de seis, daban vueltas a la manzana siguiendo el sentido del reloj, y las chicas hacían lo mismo en sentido inverso. Luego de haberse encontrado varias veces, en un juego de miradas cruzadas el pibe invitaba un helado a la chica. . La heladería era ahí, dijo y señaló un local de ropa, la atendía don Sorrento, el único en la ciudad que tenía una máquina para hacer hielo. Sus helados eran hielo picado al que le agregaba una jalea de gusto frutal. Había pocas variedades, cinco o seis gustos... y eso si el Tano estaba de buen humor, que era casi nunca. Don Sorrento agarraba, y aunque uno le hubiera pedido naranja o frutilla, el tipo le echaba limón para todos. A veces el jarabe le quedaba mal, poco dulce y súper ácido. Culpa de sus helados me hice fama de mal besador. Fue con una yugoslava recién llegada a la ciudad, su familia venía huyendo de la pobreza. Era muy bonita y hablaba poco castellano. Aquella vez le recité todas las cosas que un primo mayor me había aconsejado decirle a las chicas... ahora me doy cuenta que era inútil porque no me entendía. Apenas logré darle un besito, un pico como le decían entonces. Para apagar la vergüenza, la yugoslava le dio una generosa chupada a su helado de limón. Esa vez estaba más ácido que nunca. Era tan feo que, apenas chupó, encogió sus labios hacía arriba en un gesto de asco, dejando relucir sus encías como una yegua retobada. Los que vieron la escena se encargaron de hacerme mala fama, pero para exculparme sólo basta con decir que ese día el tano Sorrento estaba de mal humor. Guido pensó que el viejo no estaba tan mal como se lo habían descripto esa mañana por teléfono.
Frente a ellos pasó rengueando un linyera. Arrastraba una bolsa de arpillera. Pilkington lo señaló y gritó: mirá, un payaso. El tipo se dio vuelta y lo miró indignado, si no le contestó una grosería fue porque reconoció su mal estado. A los gritos empezó a pedir que le comprara lo que el payaso vendía. Guido intentó tranquilizarlo, pero el anciano se exaltaba más y más, al punto de que el linyera se volvió para ayudar a calmarlo. Tome, dijo y depositó en su mano un pedazo de concreto que sacó de un bolsillo. Era apenas más grande que una pelota de golf. Qué es, preguntó el viejo. Es una semilla de edificio, es mágica. La tiene que enterrar en una maceta grande y regarla mucho. En algunos meses, quizás un año, habrá crecido un perfecto edificio altísimo de muchos pisos. Pilkington la guardó en un bolsillo y empezó a aplaudir contento. Reía como un niño y le pedía a Guido volver a casa para plantar su semilla mágica.
El balcón del viejo era un cementerio de plantas. Habían docenas de macetas con apenas unas hojas muertas de un naranja quebradizo. Guido tomó una de tamaño mediano, arrancó el tallo seco y enterró el pedazo de concreto. Pilkington le echó agua. Luego lo bañó, le dio de cenar, se encargó de que tomara la medicación y lo acostó.

Primero asomaron las antenas y cajas de servicios, pero a escalas tan diminutas se confundían con astillas y raíces viejas de la maceta. El clima cálido de la estación y las lluvias favorecieron el crecimiento, y apenas dos semanas después de plantarse asomaba firme, perfecto y soberbio un edificio azul de 13 pisos. Sólo Pilkington creía en el milagro, su acompañante desconfiaba y se preguntaba dónde estaba el truco.
Guido le enjabonó la cara, y el viejo protestó que podía afeitarse solo. Lo dejó intentarlo, y se sorprendió, a pesar del temblequeo de su mano, lo bien que se las arreglaba. Cuando la cara de Pilkington quedó inmaculada, Guido descubrió una larga y añeja cicatriz. Sintió curiosidad por ella y preguntó su historia. Cuando tenía 18 años pasó el circo por la ciudad, empezó a contar y se tocó la cicatriz, como si el contacto con ésta lo ayudara a recordar. En ese entonces todavía éramos una ciudad pequeña y no era común recibir ese tipo de espectáculos. Fue un gran acontecimiento. Asistí, como todos los jóvenes de aquí. El espectáculo no estaba mal, pero nuestros ojos vírgenes le dieron un color mágico. En mitad del show apareció la equilibrista. Se trataba de la mujer más bella que vi en mi vida. Si acaso existía el amor a primera vista, fue eso lo que me pasó con ella. Su número era discreto, entraba a caballo parada en una pierna, pasaba por unos aros de fuego y atravesaba la gran carpa caminando sobre un alambre. Apenas terminado el show anduve paseándome por las tiendas hasta encontrar a la chica que me había deslumbrado. Ahí supe que se llamaba Janette. La visité durante las siete noches que el circo estuvo en la ciudad. Ella no desairaba mis cortejos, pero en todo momento me recordaba que la suya era una vida nómada, y que pronto se iría y tal vez en algunas funciones me olvidaría. En el último momento de la última noche, cuando nos despedíamos para siempre, ella me besó. Sentí que ese beso fue lo mejor que me había pasado en la vida. Pero no sólo yo la amaba, sino también otro hombre del circo. El tirador de cuchillos. Un hombre veinte años mayor que yo, que al ver que me besaba se puso loco. Nos separó tomándola del pelo e insultándola mientras se la llevaba. Con un grito le pedí que se detuviera y lo invité a pelear. La soltó, se giró hacia mí y me ordenó desaparecer. Entonces me arremangué las mangas de la camisa indicándole que pelearíamos. Sacó un cuchillo de la cintura, dijo que ese tiro era sólo una advertencia y lanzó. Me hizo esta cicatriz de acá, y se la repasó con el dedo indicando la trayectoria del cuchillo. Qué hice. Salté sobre el tipo para golpearlo. Sólo conecté el primer golpe, lo que siguió fue un monólogo de sus puños. Estaba casi inconsciente cuando oí el rugido de una fiera y dos bultos que rodaban cerca mío. Se había soltado el tigre de la compañía y furioso rastreó el aroma de otro macho alfa con quien pelear. Me levanté dificultosamente y huí de ahí. A pesar de la baja el circo continuó su gira. Algunos años después cuando volvieron asistí a la función. Llevé un ramo de flores pero Janette ya no estaba. Guido lo miró esperando que algún gesto delatara la veracidad o falsedad de la historia, pero el rostro del anciano era indescifrable. Era una buena historia y punto.
Afuera la noche caía y el balcón empezaba a iluminarse con las luces que salían de las ventanas del edificio azul de la maceta.

Sonó el teléfono. Guido atendió. Apenas escuchar que era su hijo desde Nueva Zelanda, Pilkington abrió los ojos y pidió que le pasaran con él. El enfermero informó brevemente cómo continuaba deteriorándose su salud, y cuando dijo que le pasaría con el padre cortaron.
Cuando mi hijo era adolescente se le dio por el ajedrez, empezó a contar el viejo como si quisiera justificar el corte de la llamada. Cerró los ojos porque le molestaba la luz de la lámpara. Era bueno. Al menos una vez al mes viajaba a algún campeonato. Una vez le pregunté quién era su ídolo. Pensé que contestaría que alguno de los grandes maestros rusos, pero no. Toni Marconi, dijo. Lo conocía de toda la vida. Había hecho primaria y secundaria con él. Era el tonto del curso, la fuente de bromas y burlas. Cómo podía ser que mi brillante hijo admirara a la persona más imbécil del mundo. Cuando le conté que lo conocía empezó a insistir con que se lo presentara. Busqué en la guía el número de sus padres y ellos me dieron su teléfono. Llamé. Se acordaba de mí, y por su tono sospeché que me guardaba algún rencor por alguna broma de otros tiempos. Le conté de la admiración de mi hijo por él, y propuso juntarnos para hacer una partida, y que así mi pibe podría observar y aprender algunos movimientos. Días después nos encontramos. A mi afectuoso y agradecido saludo respondió frío. Le estrechó la mano a mi hijo y anunció que lo que esa tarde aprendería no sólo le serviría para el ajedrez, sino para todos los aspectos de la vida. Sorteamos las fichas y me tocaron blancas. Abrí con un peón. Anunció Jaque Mate. Todavía no había movido y reclamaba la victoria. Le hice un gesto a mi hijo indicándole que estaba loco. Jaque Mate volvió a gritar, y de la cintura sacó un revólver y con un disparo convirtió la ficha del rey en cientos de ínfimos pedacitos de plástico que volaban por la habitación. Miró a mi pibe y le dijo que ese movimiento se llamaba Jaque Mate del estamos a mano. Se levantó y se fue. Yo había orinado mis pantalones. Dicho esto se durmió. Guido pensó que ningún hijo debería ver a su padre humillado y orinado.
Salió al balcón a fumar. En la maceta se escuchaba música. Se arrimó y adivinó que los ruidos salían del séptimo piso.

Pilkington dormía desde hacía varios días. Apenas tenía fuerzas para estar lúcido unos pocos minutos diarios. Su deterioro en esos cuatro meses había sido muy rápido.
Mi hermano mayor, a quien apenas conocí, dijo el viejo luego de terminarse el caldo, murió de un escopetazo. Tenía nueve años. Estaba jugando con una escopeta de caza y se le escapó el disparo en medio de la cara. Mi padre murió con la misma arma. Un par de inversiones arriesgadas en un país que vive de crisis en crisis pueden llevar a la quiebra a cualquiera. Él no tuvo la capacidad de asimilarlo y reponerse, y decidió terminar con su vida. Acababa de cumplir los sesenta años. Mi madre en cambio murió por la bala de una pistola. Nunca supe dónde la consiguió. Estuvo peléandola algunos años contra un cáncer, y cuando los médicos la desahuciaron decidió dejar de sufrir. Yo en cambio tengo guardadas dos balas en la recámara, explicó y señaló su bastón que descansaba en un rincón de la habitación. Cuando aparezca la parca le voy a meter un plomazo entre medio de las cejas. Yo no voy a morir. Qué pasará con la gente que vive en mi maceta si muero, quién los cuidará.
Guido lo ayudó a meterse en cama y le puso entre sus manos el bastón-escopeta. Se durmió enseguida. Apagó la luz y miró por la ventana. En el edificio de la maceta sólo había luces en los últimos pisos.

El rugido de unos escombros cayendo lo sobresaltó del sillón. Demoró unos segundos en recomponer su pulso. Eran las 4,44 de la noche. En un rato amanecería. Tal vez en Nueva Zelanda fuera mediodía. Se lavó la cara en el baño y salió al balcón a tomar aire. Tras unos minutos miró a la maceta. El edificio-planta se había desmoronado. Sus restos azules se esparcían por todo su espacio. Con el dedo buscó para ver si encontraba alguna semilla como la que les había regalado el linyera meses atrás, pero no tuvo éxito.
Entró y al tomarle el pulso al viejo Pilkington notó que empezaba a enfriarse.
Se echó en el sillón a esperar el sol. Gajes del oficio, pensó triste. En la mañana avisaría a su hijo. Afuera lo que quedaba de la noche teñía a todos los edificios de la ciudad de azul.


Juan José “Juanci” Laborda Claverie
(San Luis, Capital, 1980)
Comunicador Social (UNC y UNSL). Docente y productor en medios de comunicación. Llevó a cabo diferentes programas destinados a promover el arte nacional e internacional. Desde 2011 conduce Cuentos Criollos, programa radial sobre la nueva narrativa argentina, que es retransmitido en distintas emisoras de todo el país. Publicó en diversas antologías locales y en múltiples sitios web especializados en literatura argentina. Recibió premios y menciones en diferentes concursos narrativos. Coordinó talleres de redacción literaria para niños y adolescentes, y en la actualidad lleva adelante el Taller de Chapa y Escritura, destinado a público adulto. En 2018 publicó su libro de relatos, Historias e histerias sobre cabellos más fuertes que yuntas de bueyes, y la nouvelle El cirujano. La biografía del jugador más violenta de la Liga Puntana de Fútbol. Prepara su primer poemario y un nuevo volumen de cuentos titulado La contabilidad de los cuervos. Lleva adelante el sello Color Ciego Ediciones.
Juanci Laborda trabaja el relato breve desde diferentes lugares: el costumbrismo, la picaresca, lo fantástico. Con un trasfondo realista y casi palpable, flota en sus cuentos la melancolía de quien vivió intensamente y sobrevivió para contarlo con una prosa feliz, amable. Activo promotor cultural, consagra casi todo su tiempo libre a difundir la narrativa nacional contemporánea junto al staff de Cuentos Criollos, con quienes llevó a cabo las adaptaciones al formato audiocuento de la presente edición de los cuentos de verano.