A decir verdad, no sólo las musas, la suerte y la fortuna han pasado de mí, sino también los fantasmas.
En mis años de estudiante en Córdoba tuve una amiga que vivía en estado paranormal. Así que conté cómo sus facultades místicas adivinaron el pasado de una ex.
Obtuve la primera mención...(Cebollitas subcampeón!)
Felicitaciones Emanuel Rosso, buenísimo tu relato.
NdA: Nadie resultó herido mientras escribía este texto.
Buzos
Con Momi nos conocimos en El Dante, un palacete del siglo
XIX con treinta y tantas habitaciones, devenido en pensión de mala muerte,
donde cada cuarto podía albergar hasta cuatro estudiantes.
Por las noches deambulábamos de habitación en habitación,
buscando socializar, compartir unos mates, o con quien dividir a medias los
gastos de la cena.
Así nos hicimos amigos.
La antigüedad y el mal estado del edificio despertaban
todo tipo de fantasías, y pronto cada habitación tenía la historia de su propio
fantasma. Los fines de semana era común que el Juego de la Copa se celebrase
con docenas de participantes.
Por entonces Momi confesó que veía apariciones, buzos los llamaba ella. Se trataban de
siluetas grises que se movían por los mismos espacios que nosotros, como si no
estuviéramos. Según dijo empezó a verlos durante la pubertad. No estaba segura
de qué se trataban, suponía que no eran fantasmas sino otro tipo de entes del
mundo espiritual. Nadie la cuestionó, no queríamos ofenderla, pero sonaba a
bolazo y era más divertido creer en almas en pena por los pasillos de la
pensión.
Con A nos conocimos en un boliche. Nos caíamos mal, pero
nos gustábamos y teníamos buen sexo. Al cabo de unos cuantos encuentros
decidimos darle nombre a lo nuestro, nombre que aseguraba la exclusividad del
otro. Los fines de semana salíamos a bailar y en las previas fue conociendo a
mis amigos.
La primera vez que Momi la vio palideció. No noté su
miedo hasta que varios minutos después advertí que no podía seguir el hilo de
la conversación. Cuando pregunté qué le pasaba me llamó en privado.
—Hay una mujer detrás de A.
—¿Un buzo?
—No, una mujer. Una de unos treinta, está en pijama. No
se despega de ella. Sabe que la veo y me hace señas.
—¿Y qué te dice?
—No sé, nunca había visto una aparición tan nítida. Tengo
miedo. Esta noche no salgo. Por favor, cuando estés con A, no te arrimés a mi
dormitorio.
Y se fue. No intenté convencerla de que se quede.
Cuando A me visitaba y Momi la cruzaba en los pasillos,
se aterraba; incluso una vez que estuvo muy cerca suyo llegó a orinarse.
—Maté a mi mamá —dijo A tiempo después mientras fumábamos
en la cama.
—¿Cómo? —Su frase me espabiló. No sonaba a chiste.
—Que maté a mi mamá. En realidad hice todo para que
muriera. Tenía 8 años.
—Con esa edad no podés matar a nadie. Mucho menos a tu
vieja.
—Sí. Lo hice. Soy mala.
No contesté.
—Cuando tenía 5 mi mamá se enfermó de los nervios. El
tema es que el tiempo pasaba y se ponía peor. Y no sé por qué no la recibían en
el loquero. Como lastimaba a los demás, y también se lastimaba ella, pasó sus
últimos meses esposada a la cama. Una tarde volví de la escuela. Mi papá estaba
trabajando y la empleada había ido al súper. Sabía dónde mi viejo guardaba el revólver, y dónde las
llaves de las esposas. No lo hice para terminar con su sufrimiento, lo hice
porque sí, porque ya desde chica era mala. Puse el arma sobre la mesa de luz y
la solté. Miraba dibujitos cuando escuché el disparo.
Lo dijo fría, sin inmutarse. No encontré palabras para
decirle. Aunque sabía que al confesar eso por primera vez se liberaba de una
gran carga, no me nació abrazarla. Le fallé como novio.
Un mes más tarde alguien me dijo que la había visto a los
besos con un policía. Cuando la consulté y no me lo negó, terminamos.
Esa misma tarde, mientras quemaba varias fotos que A me
había regalado de sus distintas edades, Momi se acercó a darme un abrazo de
consuelo, y señaló una diciendo que esa era la mujer que había visto. En la
foto se la veía a A de pocos meses tomando la teta.