El susurro del plomo
Nada influyó tanto en mi vida como la única muerte que cometí y cuyo recuerdo ha ido dejando su regusto amargo en todos mis días.
Gaito Gazdánov - El espectro de Alexander Wolf
El revólver estaba tirado junto al cordón de la vereda. Los peatones pasaban junto a él y lo ignoraban como si fuera el envoltorio metalizado de un alfajor. Lo levanté y miré alrededor esperando que alguien lo reclamará. Nada. La gente continuaba su recorrido sin detenerse a pensar en el tipo que frente a ellos sostenía a la muerte. Era pesado. Lo sujetaba como un niño a un arma de juguete apuntándole a los peatones que pasaban por la vereda de enfrente. No sé si lo premedité, si pensé que apretando el gatillo liberaría a la enemiga de la vida, o si el cadete que pasaba en bicicleta tenía algo que me llamara la atención, algo que inconscientemente lo diferenciará del resto de la humanidad y me hiciera despreciarlo… pero le disparé.
Algunas cosas que las películas de cowboys no cuentan. Uno: La contrafuerza que hace el arma que se dispara es mucha, y si no se sujeta bien ésta puede zafarse de la mano, caer al piso, y escurrirse por una rejilla mal cerrada de la vereda. Dos: El estruendo del disparo se asemeja demasiado al grito de silencio de un maestro a sus alumnos, y prepara el oído para apreciar el detalle del sonido del hueso rompiéndose, de la gelatinosa masa encefálica hundiéndose y reventando, y de las arterias explotando y a ritmo discontinuo dejando escapar la sangre. Poder notar esos sonidos que hace el cuerpo humano cuando la vida se escapa es una experiencia fascinante.
Nadie se giró para verme, y recién notaron al tipo muerto cuando su cuerpo estropeó el paso vehicular.
El asesinato pasó desapercibido por los medios más importantes, apenas un periódico de circulación gratuita le dedicó un recuadro mencionando el incidente.
Durante el primer mes esperé paranoico a que la Policía, luego de que alguien dijera haberme visto, derribara mi puerta a patadas y me llevara. Pero nada pasó.
Con poco esfuerzo supe cómo se llamaba el pobre diablo, y no pude contener las ganas de visitarlo en su descanso final. Los nichos de su familia quedaban en la zona más pobre del cementerio. Había junto a su tumba unas flores frescas. Supuse que se las habría dejado su anciana madre o una novia con el corazón destrozado. No sé por qué, pero sentí ganas de orinarlas. Y lo hice.
Al poco tiempo me anoté en el Tiro Federal y tomé clases. Cada vez que oprimía el gatillo revivía el momento glorioso en que la bala había salido de entre mis manos para quitarle la vida al pobre cadete. De sólo recordarlo me subía un fuego interno, sólo comparable con el de un orgasmo, que pedía con ansias quitar otra vida.
Luego de algunos chequeos médicos y psicológicos obtuve la licencia para la portación, y mi instructor, que tenía contactos en el Renar, me consiguió un 38 a buen precio.
Desde entonces no hay un día que salga de casa sin llevarlo encima. Me gusta sentarme en las plazas y apuntarles con él a los niños que juegan en las hamacas. Me cuesta mucho resistirme al impulso de oprimir el gatillo. De momento todavía puedo considerarme humano, porque puedo superponerme a esa voz que me incita a disparar, pero no sé por cuánto tiempo más.
Hoy en el diario leí que mataron a un intendente del Sur. Su esposa, en un brote de celos, le disparó con una escopeta en el medio del pecho. El único detenido fue su instructor de tiro.