jueves, 25 de enero de 2018

El susurro del plomo

Otro texto que surgió de un ejercicio de taller, con resultados aceptables. Había que anotar los párrafos iniciales de diferente textos que a uno le hubieran gustado, y luego continuarlos y resignificarlos. Escogí "Otra muerte del arte" de Fogwill, "El país de la últimas cosas" de Paúl Auster, y "El especto de Alexander Wolf" de Gaito Gazdánov. Muestro el texto que surgió de éste último.


El susurro del plomo


Nada influyó tanto en mi vida como la única muerte que cometí y cuyo recuerdo ha ido dejando su regusto amargo en todos mis días.
Gaito Gazdánov - El espectro de Alexander Wolf


   El revólver estaba tirado junto al cordón de la vereda. Los peatones pasaban junto a él y lo ignoraban como si fuera el envoltorio metalizado de un alfajor. Lo levanté y miré alrededor esperando que alguien lo reclamará. Nada. La gente continuaba su recorrido sin detenerse a pensar en el tipo que frente a ellos sostenía a la muerte. Era pesado. Lo sujetaba como un niño a un arma de juguete apuntándole a los peatones que pasaban por la vereda de enfrente. No sé si lo premedité, si pensé que apretando el gatillo liberaría a la enemiga de la vida, o si el cadete que pasaba en bicicleta tenía algo que me llamara la atención, algo que inconscientemente lo diferenciará del resto de la humanidad y me hiciera despreciarlo… pero le disparé.
   Algunas cosas que las películas de cowboys no cuentan. Uno: La contrafuerza que hace el arma que se dispara es mucha, y si no se sujeta bien ésta puede zafarse de la mano, caer al piso, y escurrirse por una rejilla mal cerrada de la vereda. Dos: El estruendo del disparo se asemeja demasiado al grito de silencio de un maestro a sus alumnos, y prepara el oído para apreciar el detalle del sonido del hueso rompiéndose, de la gelatinosa masa encefálica hundiéndose y reventando, y de las arterias explotando y a ritmo discontinuo dejando escapar la sangre. Poder notar esos sonidos que hace el cuerpo humano cuando la vida se escapa es una experiencia fascinante.
   Nadie se giró para verme, y recién notaron al tipo muerto cuando su cuerpo estropeó el paso vehicular.
   El asesinato pasó desapercibido por los medios más importantes, apenas un periódico de circulación gratuita le dedicó un recuadro mencionando el incidente.
   Durante el primer mes esperé paranoico a que la Policía, luego de que alguien dijera haberme visto, derribara mi puerta a patadas y me llevara. Pero nada pasó.
Con poco esfuerzo supe cómo se llamaba el pobre diablo, y no pude contener las ganas de visitarlo en su descanso final. Los nichos de su familia quedaban en la zona más pobre del cementerio. Había junto a su tumba unas flores frescas. Supuse que se las habría dejado su anciana madre o una novia con el corazón destrozado. No sé por qué, pero sentí ganas de orinarlas. Y lo hice.
   Al poco tiempo me anoté en el Tiro Federal y tomé clases. Cada vez que oprimía el gatillo revivía el momento glorioso en que la bala había salido de entre mis manos para quitarle la vida al pobre cadete. De sólo recordarlo me subía un fuego interno, sólo comparable con el de un orgasmo, que pedía con ansias quitar otra vida.
Luego de algunos chequeos médicos y psicológicos obtuve la licencia para la portación, y mi instructor, que tenía contactos en el Renar, me consiguió un 38 a buen precio.
   Desde entonces no hay un día que salga de casa sin llevarlo encima. Me gusta sentarme en las plazas y apuntarles con él a los niños que juegan en las hamacas. Me cuesta mucho resistirme al impulso de oprimir el gatillo. De momento todavía puedo considerarme humano, porque puedo superponerme a esa voz que me incita a disparar, pero no sé por cuánto tiempo más.

   Hoy en el diario leí que mataron a un intendente del Sur. Su esposa, en un brote de celos, le disparó con una escopeta en el medio del pecho. El único detenido fue su instructor de tiro.


lunes, 15 de enero de 2018

Una sombra ya pronto serás

Arrancamos el año con un cuento propio. Tal como como dice el tango (Caminito), o el título de Soriano, este cuento se llama Una sombra ya pronto serás. Aunque es una idea que estaba flotando en la cabeza, salió con un ejercicio de taller. Pocas veces quedó contento con los textos que salen de ejercicios, éste es uno de esos casos. Se nota (aunque está bien camuflada) la influencia gogolesca.

Una sombra ya pronto serás


    Abrí y no había nadie. Maldije y pegué un portazo. Todavía resonaba el eco en los pasillos cuando volvieron a golpear. Me asomé y tampoco vi a quien llamaba. Sin embargo, en el suelo, al pié de la alfombra que reza Bienvenido vi que había una sombra de mujer, pero en el pasillo no se veía a su portadora. Mientras trataba de recordar algún concepto que en el colegio me hubiera enseñado el profesor de Física y Química sobre la proyección de la luz, la sombra me hizo una seña indicándome un sobre tirado en un rincón. Lo abrí, y en prolija letra manuscrita leí: Soy la sombra de tu próximo amor. Me adelanté un rato. ¿Puedo pasar? Me pregunté qué clase de mujer sería mi próximo amor que golpeaba la puerta de un hombre desconocido y le pedía pasar. Volví a mirar la forma de la sombra, si acaso no estaba muy distorsionada, su dueña sería una mujer con un cuerpo muy bonito, de esa clase de mujeres que generalmente pasaban de mí. Pero si acaso se trataba de un engaño o una rara confusión, una sombra —que al fin y al cabo es apenas la ausencia de luz— no podría hacerme ningún mal. Le dejé entrar.
     
    La sombra no ocupaba mucho espacio. No comía, no hacía ruido, y convivir con ella el primer tiempo resultó sencillo. Tan sólo me pedía que mantuviera las cortinas todo el tiempo cerradas, ya que la excesiva claridad la ausentaba largos ratos.

    Con el tiempo desarrolló un lenguaje particular de señas que me permitía entenderla a la perfección.

    Primero sugirió un cambio en el orden de los muebles, detalle que no me molestó en absoluto. Confiaba en su buen gusto femenino para la decoración. Luego pidió que descolgara mis pósters de Maradona. Discutimos y, como no podía ser de otra forma, terminé cediendo ante la extorción de su llanto. Pronto pidió que una o dos veces al mes saliéramos a cenar a restaurantes caros, restaurantes oscuros y con mesas alumbradas con velas.  Pedíamos dos platos pero, obvio, sólo consumíamos uno. En las salidas al cine ella se sentía particularmente cómoda, la oscuridad de las salas le sentaba muy bien. Nos costaba ponernos de acuerdo con los  títulos, ella amaba las comedias románticas, y yo las de artes marciales. Al tiempo de convivir empezó a administrar mi dinero. La verdad es que rendía mucho más que antes, aunque debo admitir que ella no representaba ningún gasto. Así pude cambiar rápido el auto. Empezó a insistir en alquilar un departamento más grande para cuando tuviéramos hijos.

    Como toda pareja tuvimos crisis. Yo le recriminaba que todavía no había llegado su parte corpórea, y que tenía necesidades físicas que una sombra no podía cumplir. Pero la mayor crisis fue cuando revisando mi celular, encontró una conversación en la que le coqueteaba a una compañera de oficina y en la que le decía que estaba soltero desde hacía largo tiempo. A raíz de eso, y aunque ella no dormía y  sólo por conservar las formas de una pareja normal, estuve semanas durmiendo en el sillón del living.


     Pasaron años desde que llegó. Ya estoy viejo, y me estoy apagando. La vida junto a ella ha sido extraña, muy parecida a una vida feliz. Me gustaría conocer, antes de cerrar los ojos, qué forma tenía esa mujer que nunca llegó. A veces me la imagino como esta enfermera, ésta que me está cambiando el suero y que extrañamente, aunque proyecta sombra, no hace ruido al caminar.