domingo, 1 de abril de 2018

Casi domingo a la madrugada

Este relato lo escribí en el marco del Día Internacional de la Mujer, pero por distintos motivos no estuvo listo para esa fecha y probablemente todavía necesita varios retoques.
Sólo los protagonistas saben cuánto hay de real, y cuando de ficción. Yo ya lo conté, y eso no hace que me sienta mejor.


Casi domingo a la madrugada

 


Hay cosas que hice algún tiempo atrás y me avergüenzan y por eso, cuando alguien me las recuerda en tono jocoso, finjo olvido; pero hay otras que no pude hacer por impotencia o por falta de entendimiento, y el tiempo se encarga de recordármelas de una forma cada día más incómoda. Cada noticia similar que sale en los medios —y últimamente son muchas—, se encargan de recordar que todo pasa, que el mundo sigue girando y que el humano continúa su involución porque yo no pude hacer.

Aquella vez perdí la noche charlando a una minita —porque a esa edad y en el boliche todas eran minitas— que después de mucho insistirle me regaló un NO rotundo. De pura calentura gasté la guita del taxi en cerveza, total cuando la noche terminaba siempre encontraba un auto que me tirara en el centro. Y cuando comenzó a clarear fue cuestión de minutos hasta que me crucé con esos cuatro conocidos, amigos de un amigo, chicos-bien, chicos de doble apellido, chicos que me saludaron re bien porque yo también tenía apellido tradicional. Les comenté mi problema de movilidad y me ofrecieron asiento en el auto, pero que antes de dejarme en destino tenían que pasar por algún lugar para cagarse a trompadas. En el viaje me excusé de participar en la pelea argumentando que era muy cagón. Contestaron que no había problema, que no hacía falta otro, que cuatro contra uno era más que suficiente. Reí y ellos rieron también. Pregunté qué hizo el tipo y dijeron que estuvo mirándolos mal toda la noche. Pregunté cómo es mirar mal. Rieron y reí también. Estacionaron y bajamos. Prendí un cigarrillo. Preferí mirar de lejos. Tres se escondieron detrás de un árbol y uno tocó el timbre. Apenas el tipo asomó le saltaron encima y lo rodearon. Lo reconocí. Se trataba del peluquero amigo de mi ex, esa que para olvidarla tuve que romper todas sus fotos y cartas; no me importaba que también le rompieran un amigo. Lo insultaban, empujaban y escupían. En sus caras no se veía el dejo de violencia que los hubiera llevado a pelear, sino el goce por provocar miedo en el pobre tipo. Si la cosa no pasó a mayores fue gracias a un patrullero que pasaba por ahí y que con su sirena dispersó a los cuatro chicos-bien. Arrancamos de nuevo. Comenté que había que ser muy macho para querer pegarle entre cuatro a un peluquero, y me contestaron que no opinará porque no sabía nada, que si no había peleado nunca era por cagón. Reí y se rieron. Dimos una vuelta por el centro. En la parada vimos a dos chicas esperando el colectivo. Se notaba que tenían unos cuantos años menos que nosotros. No eran lindas. Vestían faldas tan cortas que dejaban poco a la imaginación y usaban el típico flequillo desmechado distintivo de los barrios más pobres. Los amigos-bien de mi amigo-bien —ergo: esa noche también eran mis amigos— no dijeron nada. Bajaron del auto y las encararon como un cardumen de pirañas. También bajé, también quería darle una última oportunidad a la noche. Todo bien muchachos, pensé, pero yo también quiero ponerla, y de seguro mi chamuyo es mejor que el de ustedes. Entre dos rodearon a cada chica, y con un lenguaje bastante cortito les halagaban la belleza. Punto para mí, volví a pensar. Les di un beso, les dije mi nombre, pregunté los suyos, y las invité a desayunar con nosotros a cualquier cafetería, ignorando el detalle que no tenía para pagar ni un vaso de agua. Agradecieron y dijeron que sólo querían esperar al colectivo para volver a sus casas. Pedí permiso para hacerles compañía mientras esperaban, y que si nos daban sus teléfonos las llamábamos durante la semana para ir al cine, pero no tuve respuesta. Los chicos-bien mostraban sus peores modales. A una le habían levantado la falda y, burlándose de la humillación que sentía, debatían si ese culo todavía era virgen; a la otra la atenazaban con movimientos pélvicos al unísono. Busqué sus miradas para decirles que la cortaran, que se ubicaran, que si seguían mandandose cagadas, esta noche no la ponía nadie. Una intentó zafarse del acoso e inmediatamente la disciplinaron con un empujón. ¡Che! ¡Basta! dije y uno me agarró de la remera invitándome a cruzar la calle. Si no te pinta andate a dormir, total ahora estás cerca de tu casa, pero no nos cagués la joda. Tartamudeando dije algo de las minas, un discurso que tenía más de repetición de lo aprendido de la abuela que de discurso justiciero, dije que yo, y que seguro ellos también, tenía una hermana, que no estaría bueno que a nuestras hermanas las tratasen así. Con pedagogía de salita amarilla me pidió que no sea pelotudo, que nuestras hermanas eran otro tipo de minas, que nuestras hermanas no esperarían el colectivo a la salida del boliche, que serían incapaces de usar la falda tan cortita y flequillo bailantero, que para garcharlas había que tener doble apellido, como nosotros, como ellas, que había que pasarlas a buscar con auto y llevarles una flor, sacarlas a cenar y después al cine, decirles cosas bonitas para endulzarles el oído, y recién ahí llevarlas al telo, que las de enfrente eran negritas, que con ellas los rituales de apareamiento eran diferentes, que ellas cojían con el macho alfa. Apareció el colectivo, las chicas hicieron el amague de levantar la mano pero al primer chistido de las pirañas lo dejaron pasar. Pedí que mirara las caras aterradas que tenían las minas, y pregunté si esas les parecían caras de querer garchar con ellos, y se me escapó un pelotudo. El sonido de ese insulto salido de mi boca hizo que los otros tres se me vinieran encima para insultarme, empujarme y escupirme, igual que como habían hecho un rato antes con el peluquero, pero a mí no vendría a salvarme ningún patrullero. Mientras trataba de encontrar alguna palabra que tranquilizara a los chicos-bien, miré enfrente esperando que las chicas huyeran, que se avivaran y rajaran; pero ese circo romano donde me tocaba hacer de la fiera sacrificada quedaba enfrente de su única vía de escape: la parada. Como pude me cubrí y soporté los primeros golpes en las costillas. En el momento oportuno empujé y tiré unos manotazos para hacerme camino en la huida.
Nunca supe cómo terminó esa madrugada.

Sí. Volví a cruzarme con esos tipos unas cuantas veces más en los boliches. Una noche se disculparon por los golpes, diciéndome que esa vez estaban muy chupados, y les mentí que estaba todo bien, que no había nada que perdonar, que jugando al fútbol tuve mil golpes más dolorosos que los que recibí esa madrugada… pero SÍ hay mucho para perdonar y mucho que no puedo perdonar, porque HOY, muchos años después, tengo una hija que se vestirá como ella quiera, y usará los peinados de moda de su tiempo. Aquella noche se ha vuelto cada día más latente y terrible, porque esa vez acosaron, toquetearon y humillaron a esas chicas que ya no me acuerdo cómo se llamaban, pero que pudieron haber tenido en nombre de mi hija, o el de mi hermana, o el de mi vieja, o el de Scarlett Johansson en Match Point, o llamarse Gilda como Rita Hayworth en la película homónima, o como Ginger Rogers en alguna con Fred Astaire, o Eva… o Lilith… o peor aún, llamarse: Alicia Muñiz, María Soledad Morales, Wanda Taddei, Ángeles Rawson, Melina Romero, Lucía Pérez, u como otras tantas que no tuvieron la suerte de que su nombre llegue a los medios; llamarse como tantas que, humilladas o resistiendo la humillación, dejaron este mundo.
Si por las infinitas posibilidades que da internet, alguna de las chicas que estuvieron aquella madrugada en la parada, alcanza a leer este relato, le pido infinitas disculpas por no haber sabido entender las cosas que avalaba en mi plan de Casanova de sábados, disculpas por no haber podido evitar que otros hicieran.