Sólo los protagonistas saben cuánto hay de real, y cuando de ficción. Yo ya lo conté, y eso no hace que me sienta mejor.
Casi domingo a la madrugada
Hay cosas que hice algún tiempo atrás y me
avergüenzan y por eso, cuando alguien me las recuerda en tono jocoso, finjo
olvido; pero hay otras que no pude hacer por impotencia o por falta de
entendimiento, y el tiempo se encarga de recordármelas de una forma cada día
más incómoda. Cada noticia similar que sale en los medios —y últimamente son
muchas—, se encargan de recordar que todo pasa, que el mundo sigue girando y
que el humano continúa su involución porque yo no pude hacer.
Aquella vez perdí la noche charlando a una minita
—porque a esa edad y en el boliche todas eran minitas— que después de
mucho insistirle me regaló un NO rotundo. De pura calentura gasté la guita del
taxi en cerveza, total cuando la noche terminaba siempre encontraba un auto que
me tirara en el centro. Y cuando comenzó a clarear fue cuestión de minutos
hasta que me crucé con esos cuatro conocidos, amigos de un amigo, chicos-bien,
chicos de doble apellido, chicos que me saludaron re bien porque yo también
tenía apellido tradicional. Les comenté mi problema de movilidad y me
ofrecieron asiento en el auto, pero que antes de dejarme en destino tenían que
pasar por algún lugar para cagarse a trompadas. En el viaje me excusé de
participar en la pelea argumentando que era muy cagón. Contestaron que no había
problema, que no hacía falta otro, que cuatro contra uno era más que
suficiente. Reí y ellos rieron también. Pregunté qué hizo el tipo y dijeron que
estuvo mirándolos mal toda la noche. Pregunté cómo es mirar mal. Rieron y reí
también. Estacionaron y bajamos. Prendí un cigarrillo. Preferí mirar de lejos.
Tres se escondieron detrás de un árbol y uno tocó el timbre. Apenas el tipo asomó
le saltaron encima y lo rodearon. Lo reconocí. Se trataba del peluquero amigo
de mi ex, esa que para olvidarla tuve que romper todas sus fotos y cartas; no
me importaba que también le rompieran un amigo. Lo insultaban, empujaban y
escupían. En sus caras no se veía el dejo de violencia que los hubiera llevado
a pelear, sino el goce por provocar miedo en el pobre tipo. Si la cosa no pasó
a mayores fue gracias a un patrullero que pasaba por ahí y que con su sirena
dispersó a los cuatro chicos-bien. Arrancamos de nuevo. Comenté que había que
ser muy macho para querer pegarle entre cuatro a un peluquero, y me contestaron
que no opinará porque no sabía nada, que si no había peleado nunca era por
cagón. Reí y se rieron. Dimos una vuelta por el centro. En la parada vimos a
dos chicas esperando el colectivo. Se notaba que tenían unos cuantos años menos
que nosotros. No eran lindas. Vestían faldas tan cortas que dejaban poco a la
imaginación y usaban el típico flequillo desmechado distintivo de los barrios
más pobres. Los amigos-bien de mi amigo-bien —ergo: esa noche también eran mis
amigos— no dijeron nada. Bajaron del auto y las encararon como un cardumen de
pirañas. También bajé, también quería darle una última oportunidad a la noche. Todo
bien muchachos, pensé, pero yo también quiero ponerla, y de seguro mi
chamuyo es mejor que el de ustedes. Entre dos rodearon a cada chica, y con
un lenguaje bastante cortito les halagaban la belleza. Punto para mí,
volví a pensar. Les di un beso, les dije mi nombre, pregunté los suyos, y las
invité a desayunar con nosotros a cualquier cafetería, ignorando el detalle que
no tenía para pagar ni un vaso de agua. Agradecieron y dijeron que sólo querían
esperar al colectivo para volver a sus casas. Pedí permiso para hacerles
compañía mientras esperaban, y que si nos daban sus teléfonos las llamábamos
durante la semana para ir al cine, pero no tuve respuesta. Los chicos-bien
mostraban sus peores modales. A una le habían levantado la falda y, burlándose
de la humillación que sentía, debatían si ese culo todavía era virgen; a la
otra la atenazaban con movimientos pélvicos al unísono. Busqué sus miradas para
decirles que la cortaran, que se ubicaran, que si seguían mandandose cagadas,
esta noche no la ponía nadie. Una intentó zafarse del acoso e inmediatamente la
disciplinaron con un empujón. ¡Che! ¡Basta! dije y uno me agarró de la
remera invitándome a cruzar la calle. Si no te pinta andate a dormir, total
ahora estás cerca de tu casa, pero no nos cagués la joda. Tartamudeando
dije algo de las minas, un discurso que tenía más de repetición de lo aprendido
de la abuela que de discurso justiciero, dije que yo, y que seguro ellos
también, tenía una hermana, que no estaría bueno que a nuestras hermanas las
tratasen así. Con pedagogía de salita amarilla me pidió que no sea pelotudo,
que nuestras hermanas eran otro tipo de minas, que nuestras hermanas no
esperarían el colectivo a la salida del boliche, que serían incapaces de usar
la falda tan cortita y flequillo bailantero, que para garcharlas había que
tener doble apellido, como nosotros, como ellas, que había que pasarlas a
buscar con auto y llevarles una flor, sacarlas a cenar y después al cine,
decirles cosas bonitas para endulzarles el oído, y recién ahí llevarlas al
telo, que las de enfrente eran negritas, que con ellas los rituales de
apareamiento eran diferentes, que ellas cojían con el macho alfa. Apareció el
colectivo, las chicas hicieron el amague de levantar la mano pero al primer
chistido de las pirañas lo dejaron pasar. Pedí que mirara las caras aterradas
que tenían las minas, y pregunté si esas les parecían caras de querer garchar
con ellos, y se me escapó un pelotudo. El sonido de ese insulto salido
de mi boca hizo que los otros tres se me vinieran encima para insultarme,
empujarme y escupirme, igual que como habían hecho un rato antes con el
peluquero, pero a mí no vendría a salvarme ningún patrullero. Mientras trataba
de encontrar alguna palabra que tranquilizara a los chicos-bien, miré enfrente
esperando que las chicas huyeran, que se avivaran y rajaran; pero ese circo
romano donde me tocaba hacer de la fiera sacrificada quedaba enfrente de su
única vía de escape: la parada. Como pude me cubrí y soporté los primeros
golpes en las costillas. En el momento oportuno empujé y tiré unos manotazos
para hacerme camino en la huida.
Nunca supe cómo terminó esa madrugada.
Sí. Volví a cruzarme con esos tipos unas cuantas
veces más en los boliches. Una noche se disculparon por los golpes, diciéndome
que esa vez estaban muy chupados, y les mentí que estaba todo bien, que no
había nada que perdonar, que jugando al fútbol tuve mil golpes más dolorosos
que los que recibí esa madrugada… pero SÍ hay mucho para perdonar y mucho que
no puedo perdonar, porque HOY, muchos años después, tengo una hija que se
vestirá como ella quiera, y usará los peinados de moda de su tiempo. Aquella
noche se ha vuelto cada día más latente y terrible, porque esa vez acosaron,
toquetearon y humillaron a esas chicas que ya no me acuerdo cómo se llamaban,
pero que pudieron haber tenido en nombre de mi hija, o el de mi hermana, o el
de mi vieja, o el de Scarlett Johansson en Match Point, o llamarse Gilda como
Rita Hayworth en la película homónima, o como Ginger Rogers en alguna con Fred
Astaire, o Eva… o Lilith… o peor aún, llamarse: Alicia Muñiz, María Soledad
Morales, Wanda Taddei, Ángeles Rawson, Melina Romero, Lucía Pérez, u como otras
tantas que no tuvieron la suerte de que su nombre llegue a los medios; llamarse
como tantas que, humilladas o resistiendo la humillación, dejaron este mundo.
Si por las infinitas posibilidades que da internet,
alguna de las chicas que estuvieron aquella madrugada en la parada, alcanza a
leer este relato, le pido infinitas disculpas por no haber sabido entender las
cosas que avalaba en mi plan de Casanova de sábados, disculpas por no haber
podido evitar que otros hicieran.