El Eguim
Nunca fuimos novios ni nada por
el estilo, pero Lucrecia fue uno de esos romances de ocasión imposibles de
olvidar. Romance de ocasión, que por cierto, se repitió indefinidamente a lo
largo de los años. Nunca conseguimos una mínima regularidad que nos hubiera
permitido darle un nombre a nuestra relación.
Me enloquecía esa mujer, no sólo
por su cuerpo que aún conservaba sus formas adolescentes, sino por su
personalidad alocada. En nuestra juventud mil veces le prometí dejar mis
estudios de medicina para acompañarla en lo que ella quisiera. Nunca tomó mis
propuestas, eso hubiera sido permitirme que la atara, ella era un espíritu muy
libre, y yo… en fin, la palabra que me define es estructurado. Tantas otras
veces le ofrecí, entre las sábanas de un telo, dejar a mi mujer por una vida
con ella. Nunca aceptó. Nuestros encuentros se limitaron siempre al azar y a sus
ganas; siempre estuve sediento de ella y siempre la esperé.
Con Lucrecia hice el amor en los
lugares más absurdos: en la sala de terapia intensiva del hospital, en el baño
de una sala velatoria o sumergidos en la fuente de la plaza, por nombrar sólo algunos.
También recorrimos todos los telos de San Luis y algunos de Mendoza.
A lo largo de los años me planteé
varias veces terminar con una relación que no tenía futuro, pero Lucrecia era
indejable, sabía que seguramente pasarían un par de años y la próxima vez que
nos encontráramos terminaría enredado en sus sábanas.
La última vez que estuvimos
juntos fue en Mendoza. Habíamos ido un fin de semana a pasar una mini luna de
miel. ¡Estaba tan bella! El sábado a la mañana recorrimos el centro. Lucrecia
salió a pasear descalza, pese a mi insistencia no pude persuadirla de que se
pusiera unos zapatos. Tenía ganas de regalarle un vestido o alguna joya, pero
ella ignoraba cuanta vidriera yo le señalara. En cambio paraba en todos los
puestos de flores y me pedía que le comprara alguna, y una a una, las iba
depositando en sus cabellos. Caminamos por peatonal San Martín hasta el final,
cuando nace la plaza Independencia. Ese día, allí, había una feria de gitanos
donde vendían algunas chucherías, ropa, comida típica y entonaban canciones. Quise
regresar al hotel, siempre había tenido una mala idea de esa gente, pero Lucrecia
insistió para que paseáramos. ¿Cómo decirle que no? Nunca aprendí a decirle que
no. Caminamos por los distintos puestos. Ella inspeccionaba alegremente
cualquier objeto que allí se vendiera e interrogaba a los puesteros sobre las
utilidades y costumbres de cada cosa. Me pidió que le comprara un rosario
artesanal, un par de cacharritos de alfarería y hasta un diccionario de romaní
que jamás abriría. Al final había un puesto de instrumentos musicales
fabricados artesanalmente. Uno de los vendedores iba tomando cada pieza y les
sacaba una melodía o bien se acompañaba con ellos para alguna canción. Disfrutábamos
del espectáculo sentados en un banco de la plaza mientras comíamos unos
bombones de uva. De repente Lucrecia insistió con que tenía que llevarme un
instrumento, y como siempre no supe decirle que no. El puestero nos los fue
enseñando uno a uno, y explicándonos su historia y su método de fabricación. Lucrecia
quedó encantada con un sonajero de bronce llamado eguim. Medía unos veinte
centímetros de largo y su parte circular estaba grabada con formas tribales. Según
con contó el vendedor en su interior tenía una piedra pulida de la zona báltica,
que era la que le brindaba esa sonoridad tan particular. No se trataba de un
instrumento puramente gitano, sino letón, que se había introducido en esa cultura
a través de las distintas migraciones que se produjeron durante la Primera
Guerra Mundial. La tradición decía que el eguim tenía el poder de rememorar el
sonido más bello de la vida de aquél que lo escuchara. A pesar de su precio
excesivo, pagué lo que pedían por él y volvimos al hotel. Lucrecia me fastidió
todo el camino de regreso haciendo sonar el sonajero en mi oído.
Al día siguiente volvimos a San
Luis. Cuando nos despedimos, como ya era costumbre, no nos dijimos nada. Ambos
sabíamos que era cuestión de tiempo hasta que nos volviéramos a cruzar, tal vez
meses, quizás un año, dos; pero cuando nos encontráramos todo volvería a ser como
siempre.
Ya han pasado doce años desde que
nos vimos por última vez. Los primeros años no me preocupé, supuse que era
cuestión hasta que el destino nos volviera a juntar en alguna esquina, pero los
años siguientes la esperé con ansias y dolor; y aquel ruido metálico del eguim
que tanto me fastidiaba hoy suena cada vez más parecido a la risa de Lucrecia.