lunes, 5 de marzo de 2018

El Eguim (ver. 2017)

Este cuento fue escrito en 2008 y publicado ese mismo año en la antología anual del taller Alas Letras. En 2017 le hice unos toquecitos (lifting) para participar en la sección Cuentos Colgados del ciclo de lecturas De amor, locura y muerte, coordinado por la genia de Corina Vanda Materazzi. Espero que guste.



El Eguim

 
Nunca fuimos novios ni nada por el estilo, pero Lucrecia fue uno de esos romances de ocasión imposibles de olvidar. Romance de ocasión, que por cierto, se repitió indefinidamente a lo largo de los años. Nunca conseguimos una mínima regularidad que nos hubiera permitido darle un nombre a nuestra relación.
Me enloquecía esa mujer, no sólo por su cuerpo que aún conservaba sus formas adolescentes, sino por su personalidad alocada. En nuestra juventud mil veces le prometí dejar mis estudios de medicina para acompañarla en lo que ella quisiera. Nunca tomó mis propuestas, eso hubiera sido permitirme que la atara, ella era un espíritu muy libre, y yo… en fin, la palabra que me define es estructurado. Tantas otras veces le ofrecí, entre las sábanas de un telo, dejar a mi mujer por una vida con ella. Nunca aceptó. Nuestros encuentros se limitaron siempre al azar y a sus ganas; siempre estuve sediento de ella y siempre la esperé.
Con Lucrecia hice el amor en los lugares más absurdos: en la sala de terapia intensiva del hospital, en el baño de una sala velatoria o sumergidos en la fuente de la plaza, por nombrar sólo algunos. También recorrimos todos los telos de San Luis y algunos de Mendoza.
A lo largo de los años me planteé varias veces terminar con una relación que no tenía futuro, pero Lucrecia era indejable, sabía que seguramente pasarían un par de años y la próxima vez que nos encontráramos terminaría enredado en sus sábanas.
La última vez que estuvimos juntos fue en Mendoza. Habíamos ido un fin de semana a pasar una mini luna de miel. ¡Estaba tan bella! El sábado a la mañana recorrimos el centro. Lucrecia salió a pasear descalza, pese a mi insistencia no pude persuadirla de que se pusiera unos zapatos. Tenía ganas de regalarle un vestido o alguna joya, pero ella ignoraba cuanta vidriera yo le señalara. En cambio paraba en todos los puestos de flores y me pedía que le comprara alguna, y una a una, las iba depositando en sus cabellos. Caminamos por peatonal San Martín hasta el final, cuando nace la plaza Independencia. Ese día, allí, había una feria de gitanos donde vendían algunas chucherías, ropa, comida típica y entonaban canciones. Quise regresar al hotel, siempre había tenido una mala idea de esa gente, pero Lucrecia insistió para que paseáramos. ¿Cómo decirle que no? Nunca aprendí a decirle que no. Caminamos por los distintos puestos. Ella inspeccionaba alegremente cualquier objeto que allí se vendiera e interrogaba a los puesteros sobre las utilidades y costumbres de cada cosa. Me pidió que le comprara un rosario artesanal, un par de cacharritos de alfarería y hasta un diccionario de romaní que jamás abriría. Al final había un puesto de instrumentos musicales fabricados artesanalmente. Uno de los vendedores iba tomando cada pieza y les sacaba una melodía o bien se acompañaba con ellos para alguna canción. Disfrutábamos del espectáculo sentados en un banco de la plaza mientras comíamos unos bombones de uva. De repente Lucrecia insistió con que tenía que llevarme un instrumento, y como siempre no supe decirle que no. El puestero nos los fue enseñando uno a uno, y explicándonos su historia y su método de fabricación. Lucrecia quedó encantada con un sonajero de bronce llamado eguim. Medía unos veinte centímetros de largo y su parte circular estaba grabada con formas tribales. Según con contó el vendedor en su interior tenía una piedra pulida de la zona báltica, que era la que le brindaba esa sonoridad tan particular. No se trataba de un instrumento puramente gitano, sino letón, que se había introducido en esa cultura a través de las distintas migraciones que se produjeron durante la Primera Guerra Mundial. La tradición decía que el eguim tenía el poder de rememorar el sonido más bello de la vida de aquél que lo escuchara. A pesar de su precio excesivo, pagué lo que pedían por él y volvimos al hotel. Lucrecia me fastidió todo el camino de regreso haciendo sonar el sonajero en mi oído.
Al día siguiente volvimos a San Luis. Cuando nos despedimos, como ya era costumbre, no nos dijimos nada. Ambos sabíamos que era cuestión de tiempo hasta que nos volviéramos a cruzar, tal vez meses, quizás un año, dos; pero cuando nos encontráramos todo volvería a ser como siempre.

Ya han pasado doce años desde que nos vimos por última vez. Los primeros años no me preocupé, supuse que era cuestión hasta que el destino nos volviera a juntar en alguna esquina, pero los años siguientes la esperé con ansias y dolor; y aquel ruido metálico del eguim que tanto me fastidiaba hoy suena cada vez más parecido a la risa de Lucrecia.